abril 27, 2008

El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco



Chocolate con picatostes aderezados con sentencias de muerte. Francisco Franco Bahamonde firmaba penas capitales mientras corría por sus labios el sabor dulzón del cacao. 130.000 personas fueron ejecutadas por el dictador español, ese hombre de aspecto gris que tras su rostro ocultaba el perfil psicológico de un psicópata. Qué otra cosa si no es un dictador, llámese Stalin, Hitler, Mussolini, Sadam Hussein o Fidel Castro.

Sin embargo, el Caudillo goza de la benevolencia de la Historia. Pinochet asesinó a 3.000 personas. Muchísimas, desde luego, pero bastante menos que las que asesinó Franco. Repito la cifra: aproximadamente 130.000 que se sepa, pues son cientos y cientos los documentos desaparecidos "misteriosamente" hasta el año de 1985 que podrían elevar la cifra.

Pero esa desaparición no es otra cosa que un lavado de cara más del dictador, que durante los 39 años de su poder omnímodo en España se cuidaría de lucir la careta más oportuna para la justificación de sus propios actos.

Paul Preston (Liverpool, 1946) trata de quitarle al Caudillo cada una de esas caretas en su nuevo estudio histórico: "El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco". Desde la del héroe romántico de la Legión en sus días en África hasta la del economista superdotado que supo inyectar al país la regeneración y el crecimiento que España experimentó durante la década de los 60.

Quizás la única época en la que Franco no puso en práctica su casi genética prudencia fue en África, pues allí batalló con un ahínco inusitado que sorprendía a sus propios compañeros, siendo por ese motivo herido de guerra y comenzando de ese modo su ascenso en el Ejército español. Realmente, Franco necesitaba hacerse valer en la contienda si su ambición ya era tan grande como la que demostró posteriormente. Pero a partir de ahí, el dictador se convirtió en un felino sigiloso, matemático y frío. También camaleónico, dispuesto a arrimarse al poder siempre y cuando ese poder respetase sus logros y sus expectativas.

De ese modo, la II República comenzó con mal pie para Franco. Cerrada "su" Academia Militar de Zaragoza y metido Azaña en la peliaguda tarea de revisar los ascensos y cargos militares del Ejército, el futuro Caudillo miraba con recelo ese nuevo sistema que parecía tratar al poder militar como lo que es: un servicio a la ciudadanía y a la Patria. Pero ese recelo pudo convertirse en esperanza para él cuando, durante la revolución minera de Asturias de 1934, el Ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, cedió tácitamente el control de la dura represión asturiana al mismo Franco, por el que sentía auténtica admiración. Así, el entonces joven general pudo acariciar por primera vez lo que era tener el poder en su mano pues, en definitiva, tanto el Ministerio de la Guerra como el de Gobernación estuvieron bajo su guante de hierro por aquellos días.

Aquella actuación de Franco en Asturias hizo que en mayo de 1935 Gil Robles, nuevo Ministro de la Guerra de la República, ordenase regresar a Franco de Marruecos y lo nombrase Jefe del Estado Mayor, cargo desde el cual el Caudillo trató de corregir puntualmente las reformas emprendidas por Azaña.

Pero este idilio con la II República terminó para Franco con la victoria del Frente Popular el 16 de Febrero, victoria que desató el pánico en los círculos derechistas. De hecho, Franco hizo todo lo posible junto a Gil Robles para que no se divulgara el resultado de las urnas y se declarase el estado de guerra en el país, estado al que no se llegó por la lealtad demostrada a la II República por el entonces director general de la Guardia Civil, el general Pozas.

Franco, ante sus tentativas frustradas, comenzó a arrancarse desde ese momento la careta de militar que había jurado lealtad al nuevo sistema y comenzó a dejar asomar otro rostro, el del Salvador de la Patria ante el peligro comunista que ya pugnaba por salir desde hace tiempo aunque, volviendo a la cautela que siempre demostró, hubiese sujetado mal que bien.

El asesinato de Calvo Sotelo precipitó los acontecimientos y comenzó la Guerra Civil. Con ella, otro mito se levanta en torno a Franco. El gran estratega militar. Aunque ni Hitler ni Mussolini pensaran lo mismo. No fue una victoria rápida, desde luego, pero sí la victoria que quiso el golpista. Una victoria en la que el objetivo primordial fue eliminar sistemáticamente cualquier residuo enemigo en el territorio conquistado, lo que ralentizó sobremanera el avance nacional.

Terminada la Guerra Civil, comienza la II Guerra Mundial y vuelve a crearse en torno al nuevo dictador una nueva aureola de santidad. Franco evitó, con clarividencia divina, la entrada de España en el conflicto. La reunión de Hendaya en 1944 entre Hitler y Franco es, quizás, la mayor leyenda creada en torno al segundo. Desde el supuesto retraso premeditado para inquietar al dictador alemán hasta la posición inflexible del Caudillo, la historiografía franquista se ocupó primorosamente de hacer creer al mundo que Franco detuvo los tanques germanos en la misma línea de los Pirineos. Nada más lejos de la realidad.



En primer lugar, Franco estaba deseoso de entrar en la II Guerra Mundial junto a Alemania e Italia. Creía que de ese modo, los alemanes, a los que auguraba una victoria relámpago, le concederían el dominio del norte de África. Pero pronto el Führer se daría cuenta de lo poco oportuno que sería tener como aliado a un país hundido y destrozado tras su propio conflicto y la indisposición que crearía esta alianza con Petain y los franceses aliados al nazismo. Franco, exultante en las fotografías por estar junto al hombre del momento, ya había mostrado su gran simpatía por el fascismo europeo cuando leía, como si fuese la Biblia, los boletines de la Entente Internacional contra la Tercera Internacional que terminó tejiendo lazos de hierro con la Antikomitern del doctor Goebbels. Pero, tras la derrota del fascismo en 1945, nada quedó de eso y el régimen español comenzó su carrera en solitario en el panorama internacional ayudado, en su esfuerzo por alcanzar la legitimidad de la que carecía, por discursos como el de Churchill en la Cámara de los Comunes en 1944.

En Hendaya, lo cierto es que Franco llegó tarde por el lamentable estado de las vías de los ferrocarriles españoles, desvencijados y, en el caso del que trasladaba al Caudillo, comidos por las goteras. Franco, además, se sintió profundamente molesto por llegar tarde a la cita con Hitler y, en la despedida, a punto estuvo el dictador español de caer de cabeza a los andenes de la estación en vuelo absurdo al más puro estilo Buster Keaton.

Tan desvencijada y destrozada estaba España, que los años de la posguerra han sido los más duros que la población ha soportado en el siglo XX. Franco, iluminado economista, decidió apostar por la autarquía como método y tanto creyó en su proyecto que la propaganda que le rodeaba bien pronto hizo correr el bulo de que hasta los norteamericanos envidiaban el sistema que multiplicó el estraperlo, el hambre y las cartillas de racionamiento. Mucho tiempo tardaron los especialistas en hacerle ver que aquello no conducía a ningún sitio y, sólo cuando la situación parecía insostenible, Franco soltó las riendas en favor de los tecnócratas y se abandonó a sus pasiones favoritas: la caza, la siesta, la merienda, las posibilidades de su sucesión y las sentencias de muerte.

El Caudillo ya lo dejó claro en la entrevista con Jay Allen antes de terminar la Guerra Civil. Al comentario del incrédulo periodista sobre la posibilidad deslizada en la conversación de que Franco fusilara a la mitad de los españoles para terminar el enfrentamiento, éste no dudó en afirmar: "He dicho al precio que sea". Ese precio parece que nos ha salido gratis a los españoles por la bula que rodea al dictador alimentada, además, por benevolentes, por decir algo, historiadores y aficionados al relativismo. Hoy en día parece tener más caché describir los graves errores de la II República, que lo fueron, y alabar la desmemoria como manera de mirar al futuro. De ese modo se justifica sibilinamente el alzamiento militar como una consecuencia inevitable dirigida por un hombre que sólo pensaba en el bien de España. Nos quieren hacer ver que los 39 años de oscuridad fueron un mal menor y no tan malo. Estudios como el de Paul Preston, afortunadamente, vuelven a poner las cosas en su sitio y demuestran que el Caudillo por la Gracia de Dios, como decía la leyenda de la peseta, era un ser ambicioso, cruel, tiránico y celoso de su propia imagen, lo que hizo que desplegara a su alrededor una densa capa de propaganda y mentira que a día de hoy todavía no ha sido arrastrada definitivamente por la Historia de la memoria interesada de muchos.

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