marzo 17, 2009

Vidas y muertes de Luis Martín Santos



Se suele decir que el destino quiso que Luis Martín - Santos, elevado a los altares de las letras patrias por "Tiempo de silencio" durante esos días de 1964 , falleciese el 21 de febrero de ese año en un accidente de tráfico de regreso a San Sebastián desde Madrid y tras haber visitado Salamanca, donde había cursado estudios universitarios. Pero las razones de las famosas hilanderas también se explican, en muchas ocasiones, por la conducta personal de los humanos empecinados en cumplir lo que consideramos nuestro destino.

¿Era Luis Martín - Santos un suicida? Durante mucho tiempo, eso creyeron algunos. No lo era. Pese a su entonces reciente viudez, que lo embargó en una profundísima melancolía, el final del túnel parecía empezar a cobrar forma con un nuevo amor y una prometedora carrera literaria. Para José Lázaro, autor de "Vidas y muertes de Luis Martín - Santos", tras recopilar numerosos testimonios y si hemos de quedarnos con un adjetivo genérico, el famoso escritor no sería nada más y nada menos que un convencido existencialista al que le gustaba poner en práctica las ideas formuladas por Jean Paul Sartre conduciendo, por ejemplo, en sentido contrario a la circulación y a velocidad endiablada, según confiesa en la obra alguna víctima de semejante juego. De su admiración por el filósofo francés es iluminadora también la anécdota narrada por su amigo cineasta, quien recuerda al autor planteando juegos del tipo: "¿A ti quién te hubiera gustado ser si no hubieses nacido tú?". Y lo tenía muy claro: "Sartre, pero también Picasso".



Al hablar de Martín - Santos crece además la figura de Kafka por la forma en la que, en vida y en obra, las curiosas decisiones del destino marcaron ambas existencias. Si un accidente de tráfico es ya de por sí una muerte absurda, la historia que desarrolla el donostiarra en su primera y única novela íntegra, "Tiempo de silencio" (1962), culmina de un modo tan absurdo como la vida misma: podemos ser víctimas de una venganza por un hecho del que no somos culpables (el famoso aborto de la gitana) o podemos ser detenidos, como en la fantástica novela "El proceso", sin que exista motivo lógico para ello, por seleccionar sólo un ejemplo.



Esas certidumbres de lo absurdo de la existencia mueven a un tipo de risa que bien se asemeja al sudor frío que nos invade en situaciones extremas. Y Luis Martín - Santos, a lo largo de su biografía, cuenta con más de una de esas situaciones, a las que quizás se creía inmune. Relata nuevamente el cineasta en esta estupenda obra que se lee con placer, cómo él y su amigo se encuentran un día por las calles de San Sebastián con un conocido del padre del escritor: Melitón Manzanas. El progenitor de Martín - Santos era médico militar y formó parte de los comités de depuración tras la guerra, así que su vástago, animado tras ese escudo protector frente al temible policía que perseguía y torturaba, se apresura a presentar a los desconocidos a su manera: "Melitón Manzanas, aquí Anton Eceiza, cineasta. Antón Eceiza, aquí Melitón Manzanas, esbirro".

Anécdotas como ésta apoyan la teoría de quienes piensan que quizás Martín - Santos no hiciera otra cosa que reirse de todo. Algunos creen que cada capítulo de "Tiempo de silencio" es una parodia del estilo de Faulkner, Joyce, Cela... y quizás no les falte razón. Sin embargo, otros aspectos de su vida nos hacen intuir que realmente se la tomaba muy en serio. Su papel político como miembro clandestino del Partido Socialista en el interior es muy significativo. En apenas dos años su brillantez le hace ganar un peso que otros muchos no habían alcanzado en décadas. Sin embargo, tras sus dos estancias en la cárcel de Carabanchel, abandona la política por los riesgos que suponía para su familia y por la imposibilidad de reconciliar en España a socialistas y comunistas. De todos modos, como escribió él mismo, "la vida de un hombre es imprecisa. No dibuja una figura, sino que presenta un bulto a nuestras consideraciones". De ahí que no sorprenda que otras voces que lo conocieron afirmen que su abandono político fue motivado más bien por el aburrimiento que le transmitían las reuniones, asambleas y congresos derivadas de su condición de dirigente. Una causa, en definitiva, son en realidad muchas causas.

Viene al caso entonces otra cita de Martín - Santos: "Revolver el pasado es un empeño idiota. ¿No es mejor dejar que los muertos se acostumbren a estar muertos?"; reflexión presente en la obra de Lázaro, que no pretende ni abarcarlo todo ni crear un basto e inamovible perfil del personaje. Sus páginas nos permiten conocerle un poco mejor, es cierto, pero al mismo tiempo lo envuelven en un halo de misterio todavía más profundo.



"Tiempo de silencio" es, por otro lado, una novela que despierta admiraciones y rechazos profundos. Juan Goytisolo y otros contemporáneos la recibieron eufóricos por el carácter destructivo hacia lo más sagrado de España: entiéndase, costumbrismo literario y sociedad gris anclada en el miedo, el tiempo y la costumbre. Juan Benet, amigo confeso de Martín - Santos, la rechazó por esconder, en su aparente ruptura formal, una historia que bien podrían haber escrito quienes precisamente decían combatir: escritores del tipo de Sánchez Ferlosio y su "Jarama" o de Camilo José Cela y su "Colmena". Sin embargo, no faltan testimonios que señalan que esa crítica del autor de "Volverás a región" no estaba motivada por otra cosa que por la envidia. Envidia del éxito editorial y público de su colega.

Culmina José Lázaro su obra con los testimonios, al principio reacios, luego descarnados, de Pepa Rezola, la que iba a ser la segunda esposa del escritor y la que fue en vida amiga íntima, junto a su esposo, del matrimonio Martín - Santos - Rocío Laffon. "Mire yo no sé si será verdad lo que usted dice de que recuperar la historia personal de Luis puede enriquecer el conocimiento de su obra literaria pero, la verdad... Le voy a ser muy sincera. Yo sigo sin entender qué interés puede tener el escribir un libro sobre la vida de Luis Martín Santos", termina por decir Rezola. Pero también es cierto, como dice el oftalmólogo amigo, que Martín - Santos era un hombre enmascarado por un libro. La biografía de José Lázaro ha conseguido arrojar, con éxito y calidad literaria, algo de luz sobre un ser brillante pero fugaz. Como un relámpago.

enero 16, 2009

Edgar Alan Poe



El 19 de Enero de 1809 nacía en Boston Edgar Alan Poe. Estados Unidos era por entonces un gran andamio. Un país en construcción formado por hombres y mujeres de variopintas procedencias, religiones, costumbres y culturas. Todavía quedaban grandes extensiones de tierras que colonizar hacia el Oeste y las chimeneas e industrias comenzaban a erigirse en paisaje habitual de las ciudades crecientes. En ese magma convulso nacería también la literatura norteamericana y se daría a conocer al mundo: coetáneos de Edgar Alan Poe fueron Herman Melville y Walt Whitman, entre otros muchos.

Edgar Alan Poe nacía al mismo tiempo que lo hacía una nación y quizás su biografía no fue otra cosa que el símil de un tiempo devorador que no permitía tregua alguna. Poe fue el hijo de unos cómicos ambulantes, actores secundarios que deambulaban por aquellos parajes apenas recién hollados por colonos, traperos y buscadores de oro. Abandonado por su padre a los nueve meses, la madre de Edgar Alan Poe muere cuando el escritor apenas cuenta con tres años. Serían unos comerciantes ingleses los que terminan por adoptarlo y por trasladarlo a Gran Bretaña, donde recibe sus primeras clases. Sin embargo, las relaciones no terminaron por ser muy fluidas con su padrastro, así que el joven Poe, al mismo tiempo que escribe, busca una vocación y prueba fortuna en el Ejército. Expulsado de la Academia Militar de West Point por desobediencia, sin embargo, un centenar de compañeros de armas le terminan por financiar el poemario "Israfel, A Helena y Leonore".

Su vida amorosa fue igualmente tumultuosa y su prima Virginia Clemm su gran amor. Se casó con ella cuando ésta no contaba todavía catorce años, pero la joven murió siete años más tarde. Las pérdidas continuas y tempranas de seres queridos y los apuros económicos, así como sus inestables relaciones con el mundo intelectual de la época, empujaron a Edgar Alan Poe al laúdano y al alcohol, drogas que pudieron agravar su frágil constitución nerviosa.

Poe murió un 7 de octubre de 1849 en Baltimore. Lo encontraron en plena calle, despojado de todo dinero y vestido con andrajos. Sufría alucinaciones y estertores propios del "delirium tremens". Pocos días después, fallecía en un hospital. Pese a las especiales circunstancias de la muerte, apenas se investigó el hecho, aunque los rumores sobre la causa real se multiplicaron y cambiaron con el paso del tiempo al albur de la leyenda: paliza, epilepsia, infarto, diabetes, deshidratación, rabia, asesinato... No obstante, la teoría más aceptada a día de hoy es la que cuenta que, al ser 1849 época de elecciones en Maryland, Poe pudo haber sido emborrachado y drogado por una banda de matones para inducir su voto, una práctica bastante habitual por entonces.



Aunque el estigma del alcoholismo y la depresión le perseguía, desde el mismo momento en el que pasó a mejor vida el mito gótico de Poe como personaje autodestructivo, marginal y oscuro comenzaría a sepultar el perfil del hombre seductor, ansioso de fama y ortodoxo exégeta de la creación literaria que fue. "Ya pasó, ya está vencida, la fiebre que llaman vida", escribió en su poema "Para Annie", algo que, junto a su intento de suicidio, no ayudaría mucho para proyectar al futuro esa otra imagen menos conocida del poeta. Esas ideas escritas tan cercanas a lo tétrico y tormentoso deslumbraron a Charles Baudelaire, Paul Valery o Stephane Mallarmé, quienes lo tomaron como modelo artístico y existencial. Sin embargo, se piensa que la leyenda acerca de su atormentada biografía fue engrandecida, en gran parte, por intelectuales anglosajones que habían sido objeto de las críticas de Poe en vida. Especial relevancia tuvo en esa dinámica Rufus Wilmot Griswold, albacea testamentario de Poe, que vislumbró en esa reputación marginal y oscura un suculento cebo para multiplicar las ventas de los libros de su amigo muerto.

De todos modos, su influjo es innegable hasta el día de hoy. El pintor surrealista René Magritte, por ejemplo, tomó algunos títulos de sus cuadros de obras de Poe y tras visitar la casa en la que vivió en Nueva York afirmó: "Es la más impresionante que he visto. La puerta de entrada da a un pasillo oscuro dominado por un cuervo disecado como en el célebre poema". El poema que menciona Magritte es "El Cuervo", ilustrado en cierta ocasión por el gran grabador francés Gustave Doré. Pero no sólo Francia se rendía a sus pies. En su viaje a los Estados Unidos, Charles Dickens quiso encontrarse a toda costa con el poeta y al conseguirlo le prometió encontrarle un editor en Londres. Y no sólo literatos se convertían en devotos del americano. Claude Debussy, por ejemplo, se pasó gran parte de su existencia tratando de componer una ópera basada en el relato "La caída de la casa Usher" sin resultado final completamente satisfactorio.

Edgar Alan Poe fue periodista, editor y crítico. También escritor, desde luego. Pero en su alma se engarzaba el diamante de la poesía con fuerza desmesurada. De hecho, sus relatos y cuentos fueron escritos más como medio para ganarse la vida que como aspiración a la gloria literaria. La poesía para Poe se acercaba a la música más que a cualquier otra expresión artística. La métrica como código para alcanzar el ritmo, la atmósfera adecuada, el sonido del verso escrito. La poesía como materia prima de la propia poesía. "Annabel Lee", "Ulalume"... Poe creó un particular universo poético que sirvió para que Charles Baudelaire lo elevará al Parnaso de los mejores poetas de todos los tiempos. El francés, de hecho, tradujo parte de su obra.

Sin embargo, la fama literaria de Poe le debe mucho más a sus sus relatos. Incluso en vida, fue en ocasiones un escritor de éxito. "El escarabajo de oro", por ejemplo, fue lo que hoy llamaríamos un auténtico best - seller. Tras la muerte del escritor, muchos comenzaron a señalarle como el primer eslabón de numerosos géneros de los que se nutrió con generosidad la literatura del S. XX. Jorge Luis Borges afirmaba que sin Edgar Alan Poe no se entendería lo escrito durante la pasada centuria.



Auguste Dupin fue el primer detective de la historia de la novela policíaca moderna. Antecedente del famoso Sherlock Holmes de Conan Doyle y del posterior Hercule Poirot, su capacidad analítica y lógica, casi sobrehumana, marcó un arquetipo mil veces repetido en el género. Pero sirve también como metáfora de la capacidad de observación y análisis que Poe aplicaba a su propia vida.

También a Poe se le atribuye el nacimiento de la literatura de terror. Sin embargo, en este caso hay matices, porque la literatura gótica anterior ya anticipaba, si no creó, el género. El "Frankenstein" de Mary Shelley sería un buen ejemplo, al que podría añadirse también la obra de Horace Walpole y otros.

Pese a todo, pocos escritores han conseguido desmenuzar el corazón más íntimo del ser humano como Edgar Alan Poe. Aunque a día de hoy algunos críticos tildan su prosa de "acartonada", lo cierto es que las atmósferas opresivas de relatos como "El pozo y el péndulo" o "La caída de la Casa Usher" pocas veces han sido resucitadas por plumas posteriores al norteamericano. Eso sí, más que estrujar el corazón del lector, Poe encoge los pasillos del laberinto de la mente humana.

"Las aventuras de Artur Gordon Pym" es para algunos el texto que mejor ha envejecido de Edgar Alan Poe. Habría que añadir "El Maëlstrom" e incluso "El escarabajo de oro". Sin embargo, no han sido éstas objeto de tanta atención como el resto de su producción en prosa.

De Poe se han escrito muchas cosas, quizás demasiadas, pero es evidente que se trata de un caso en el que la obra entierra al autor y, sobre todo, al hombre que la produjo. Es de ese modo como nacen los mitos, las leyendas. Y Poe, desde luego, es una de las más inmortales que conocemos..

noviembre 11, 2008

Vida de Porfirio de Gaza



La verdad os hará libre, se suele decir. La cuestión es saber dónde encontrar la verdad. ¿En los libros? Muchos profesores así se lo aconsejaron al que escribe, así como también le afirmaron que la lectura hace mejor a quien la practica. Pero, por poner un sólo ejemplo, Mao, El Gran Timonel de China, responsable de decenas de millones de muertos en época de paz, era un lector voraz, según dicen sus biógrafos. De todos modos, volvamos a la verdad y tomemos un ejemplo concreto.

En los siglos IV - V, las novelas de caballerías de entonces eran las hagiografías, un género literario que gozaba de gran popularidad quizás por el ímpetu que el cristianismo puso en su propia extensión. "Vida de Porfirio de Gaza" es, sin embargo y por lo que dicen los especialistas, una obra especial y ahora veremos por qué.



El protagonista de la exégesis nació, aunque el título llame a engaño, en Tesalónica en el 347, en el seno de una familia griega rica que, sin embargo, no pudo retener al joven cuando éste decidió marcharse al desierto egipcio para emprender vida de asceta. Escete y Nitria eran dos núcleos a los que acudían hombres que, como Porfirio, buscaban la espiritualidad a través de una rígida disciplina de ayuno, oración y sufrimiento físico y psíquico. Las reuniones entre ellos eran más o menos frecuentes, pero no era el único lugar al que los eremitas de aquel entonces acudían en gran número. También las orillas del río Jordán acogían a estos sufridos siervos de Dios y allí se dirigió, desde las tierras de los faraones, el mismo Porfirio. Del desierto, al parecer, el asceta griego se llevó un profundo conocimiento de la Biblia gracias al contacto con sus compañeros de fatigas, lo que, nos dicen los especialistas, lo diferenciaba de los anacoretas egipcios que, al ser analfabetos, sólo podían confiar en su capacidad memotécnica. Este dato será muy importante para el posterior devenir del biografiado.

La dura vida que conllevaba el rigor asceta puede ser que fuese una de las causas por las que Porfirio enferma en un momento dado de cirrosis hepática, lo que le llevó a establecerse definitivamente en Jerusalén. Allí era habitual de los Santos Lugares y continuaba su régimen de penurias: su dieta apenas incluía algo de pan y legumbres secas. En una de esas visitas tuvo lugar un encuentro que marcaría su destino. Marco, un calígrafo cuyos orígenes podrían encontrarse en Asia Menor, se convierte en fiel escudero de Porfirio. Hasta tal punto llega la confianza entre ambos con el paso del tiempo, que el griego le encarga la misión de viajar a Tesalónica para que su amigo medie en el reparto de la herencia familiar. "Me dio acta de poderes y me envió tras recomendarme al Señor y proporcionarme lo mínimo para los gastos del viaje, pues yo no disponía entonces de medios". Así pues, con cientos de kilómetros por delante, con los medios de transporte del S. V, los peligros de semejante travesía y con "lo mínimo para los gastos", Marco llega a Tesalónica y obtiene unas considerables ganancias de la venta de la parte de Porfirio a sus familiares. La imagen de Marco cobra relieve, al menos ante los ojos de quien escribe, por haber vuelto con ese dinero, puesto que la tentación de aquellas riquezas tuvo que ser poderosa para quien reconocía que apenas tenía recursos.

La hagiografía de Porfirio relata que, a la vuelta de Tesalónica, Marco descubre que la salud de su compañero había sufrido un cambio radical. Sano por completo, el asceta explica al calígrafo que en el paroxismo del dolor tuvo una visión en la que se le apareció Jesucristo junto a uno de los ladrones crucificados junto a él y le encomendó la custodia de uno de los trozos de madera de la Cruz en la que fue ejecutado. Lo curioso del caso es que Porfirio terminó desempeñando ese papel como presbítero en Jerusalén por orden del obispo de los Santos Lugares.



Al mismo tiempo que esto sucedía, en Gaza, en la que todavía hoy es tristemente célebre ciudad palestina, los pocos cristianos que allí había disputaban agriamente por el nombramiento del que tenía que ser nuevo obispo de la capital. De aquellos polvos, estos lodos, podría decirse. El caso es que finalmente tuvo que intervenir en semejante disputa el obispo metropolitano de Cesarea de Palestina, quien llamó a Porfirio con la excusa o el engaño de tener que interpretar un texto de las Sagradas Escrituras. Aquí cobra protagonismo ese aprendizaje que recibió en Egipto del que hablábamos, pues quizás la fama que tenía en ese campo del saber fue la que llamó la atención de su superior y le llevó a verse convertido en obispo de Gaza contra su voluntad. "Él lloró mucho y no había forma de que cesase en sus lágrimas. Decía que él era indigno de este sacerdocio", relata Marco.

No sabemos si era para llorar o para echarse a correr, pero el caso es que, pese a que el cristianismo era ya religión oficial del Imperio Romano desde tiempos de Constantino, Gaza tan sólo contaba con unos 300 fieles y el resto, hasta 10.000, practicaban una suerte de sincretismo en el que se entremezclaban Helios, Apolo, Afrodita, Kore... Entonces, la historia llega a su momento crucial desde el punto de vista histórico, ya que el relato de Marco El Diácono sobre la cristianización de la ciudad es uno de los más fieles a la realidad según Ramón Teja, Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Cantabria y autor de una brillante introducción tan apasionante como el propio texto original. Podemos interpretar, por tanto, que el resto de hagiografías son bastante menos fiables y que el proceso de divulgación y asimilación del cristianismo en el Imperio Romano fue bastante más arduo, lento y cruel que lo que esas otras obras pueden inducirnos a pensar.

En uno de los momentos cómicos de esta obra, que los hay y muchos, se describe cómo los habitantes de Gaza recibieron al nuevo obispo: "cubrieron todo el camino de espinos y palos puntiagudos para impedirnos pasar. También habían expandido inmundicias y quemado productos malolientes, de manera que nos vimos sofocados por los malos olores y también peligró nuestra vista. [...] Estos fueron los obstáculos que plantearon al bienaventurado los ataques del demonio".

Superada la primera prueba y poco tiempo después de llegar a Gaza, el obispo Porfirio descubre que el poder de persuasión de la palabra de Dios tampoco es suficiente para convencer a los numerosos paganos gacenses. La solución a la parálisis de conversiones fue enviar a Marco a la corte del Emperador de Bizancio para solicitar la destrucción de todos los templos paganos de Gaza, es decir, la pura y dura represión del ejército imperial. No entramos en valoraciones ni juicios sobre estos métodos que, imaginamos, eran propios de la mentalidad de la época, aunque, eso sí, choca frontalmente con el pacifismo que emana de la filosofía cristiana, algo, por otro lado, que ni siquiera el Hijo de Dios pudo evitar cuando expulsó violentamente a los mercaderes del Templo de Dios Padre.

Antes de esa decisión, el obispo Porfirió consiguió la reconversión de algunos gacenses por, según se relata, el milagro con el que trajo la lluvia a la zona tras una época de dura sequía. No es el único suceso extraordinario y sobrenatural que se narra, ya que los supuestos milagros de este personaje son con los que su biógrafo justifica el agónico goteo de reconversiones en la ciudad.

Pero el plan de exterminio no funciona, pues Marco deja escrito que el enviado imperial sólo clausuró los templos paganos menores de la ciudad, "pero permitió que siguiera abierto clandestinamente el templo de Marnas tras recibir por ello mucho dinero". Funcionario corrupto, Marco dixit.

Aunque la intercesión de Marco en Bizancio no fue suficiente, el obispo Porfirio no se amilana y decide ir él mismo a Constantinopla y entrevistarse con la emperatrix Eudoxia. Convence para que le acompañe en su viaje al arzobispo de Cesarea de Palestina y ambos consiguen, tras llegar a Bizancio, entrevistarse con la madre del futuro emperador Teodosio II. Aunque el emperador Arcadio no parecía muy convencido de las intenciones del visitante, termina por ceder cuando finalmente nace su hijo, ya que los recién llegados, avisados por un vidente en una de las escalas del viaje y en una maniobra sutil de conspiración cortesana, habían prometido a la emperatríz que el varón que esperaba el matrimonio llegaría por la Gracia de Dios si ella se tomaba su asunto muy en serio. Un regalo del Señor por los servicios prestados. Sin embargo, este es uno de los gazapos de la obra que explicaremos más tarde.

Con la nueva orden imperial de destruir los templos paganos de Gaza, además de otros privilegios y prebendas, y un nuevo responsable de llevarlo a cabo, un tal Cinegio, regresa Porfirio a la ciudad palestina. Marco relata así el proceso: "Se dirigieron hacia los restantes templos y unos los destruyeron, otros los entregaron al fuego apoderándose de todos los objetos sagrados que en ellos había. Ninguno de los ciudadanos creyentes tomó nada, a excepción de los soldados y los extranjeros que se encontraban allí. Diez días duraron las destrucciones de los templos de los ídolos". Diez días que tuvieron que ser una auténtica tragedia para una ciudad que, en más de un 90 %, seguía siendo pagana y veía cómo se convertían en ruinas sus lugares más sagrados.

No obstante, el mismo Porfirio justifica esta destrucción y expolio en la obra escrita por su diácono. "De la misma manera que uno que ha adquirido un esclavo indócil primero le amonesta [...] para que sirva con corazón sincero y, si advierte que de ninguna forma es dócil [...], entonces se ve obligado a servirse del terror, los azotes, las cadenas y otras cosas parecidas". No es la única justificación del terror en la obra. A un niño que dice haber tenido la visión de cómo destruir el mayor templo pagano de Gaza se le amenaza con un látigo varias veces para comprobar si su visión es cierta o no. A una maniquea a la que se enfrenta verbalmente el obispo Porfirio se le vence, milagrosamente, dándole muerte. Y son sólo dos ejemplos.

Sin embargo, pese a ser una orden imperial y ser la represión contra los paganos exitosa en términos de destrucción, el gran número de no reconvertidos en Gaza termina por tomar las calles y hacer que tanto el obispo Porfirio como su amigo Marco pongan pies en polvorosa y tengan que ocultarse durante cierto tiempo en un pajar de la ciudad. Esta situación rocambolesca nos ofrece una imagen de descontrol y descontento popular que nos sitúa mucho mejor en aquella sociedad enfrentada a tantos cambios. Un sociedad demasiado compleja, de hecho, para aceptar que, de buenas a primeras, el poder de la Palabra y los milagros de Dios eran suficiente para cambiar su credo.

Durante siglos, la figura de Porfirio de Gaza ha sido cuestión de debate a propósito del libro que nos ocupa. Hay varias contradicciones cronológicas en él que han traído de cabeza a exégetas de todo el mundo, aunque esta versión de la Editorial Trotta trata de ajustarse al máximo al texto original griego. Finalmente, Ramón Teja resuelve las ambigüedades, verdades y mentiras que se esconden en esta obra basándose en los estudios de H. Grégoire (1930) y F. R. Trombley (1995).

Al parecer, las fechas del viaje a Constantinopla de Porfirio son absolutamente contradictorias con el nacimiento del emperador Teodosio II. Ajustándose a la historia, si hubiesen llegado cuando dice el texto que llegaron a la capital bizantina, la emperatriz Eudoxia hubiese dado a luz varios meses antes del verdadero nacimiento de su hijo. Los últimos estudios sugieren que estas fechas se modificaron para resaltar la prontitud y la influencia que ejercieron los obispos recién llegados en la Corte de Bizancio para resolver su asunto. Es decir, su estancia fue posiblemente más larga de lo que nos dice Marco, aunque esta manipulación no se sabe si la hizo ya el propio diácono o un hagiógrafo posterior.

Otro aspecto llamativo de la obra es que los nombres de los obispos de Jerusalén y de Cesarea de Palestina que aparecen en "Vida de Porfirio de Gaza" no son los que deberían ser. La explicación es mucho más llamativa ante tal "error". Es probable que Porfirio defendiera tesis pelagianistas, que negaban el Pecado Original, y origenistas, que defendían la existencia del alma antes de la concepción biológica de un ser humano. En el momento de la escritura de este texto no eran consideradas herejías de una manera definitiva, pero, posteriormente, el Concilio de Éfeso (431) y el II Concilio de Constantinopla (554) las anatemizaron. Lo más seguro, dicen los especialistas, es que un admirador del texto y del personaje de Porfirio cambiara esos nombres porque, Juan de Jerusalén, el verdadero obispo de Jerusalén de entonces, estaba implicado en la difusión de esas ideas que se juzgaron en el Concilio de Dióspolis en Palestina (415) en el que pudo estar también nuestro protagonista.

Los caminos de la verdad son inescrutables, como vemos.

octubre 15, 2008

Juan March. El hombre más misterioso del mundo



Los mitos moldeados con cera terminan por derretirse al calor del paso del tiempo. Casi medio siglo después de su muerte, el de Juan March es ya un simple pegote aplastado por el peso de la documentación que no deja de surgir y los nuevos estudio sobre su vida y obra.

Decían algunos que el fundador de la Banca March, aquel que tras su accidente de tráfico letal en 1962 fue despedido en los titulares de la prensa internacional como "el Rockefeller español", fue en su infancia un simple porquerito. Estamos ante la manida leyenda del ser humilde, en este caso pastor de cerdos, convertido en el todopoderoso hombre de negocios a base de esfuerzo y tesón. Sin embargo, biografías como la que firma Pere Ferrer, borran de un soplo fabulaciones de este tipo. Basta una anécdota de la edad escolar del biografiado: robaba cigarrillos a su padre, los encendía en la escuela y los vendía a sus compañeros a un céntimo la calada.

El único punto que hace pie en la realidad en esa historia es el cerdo, ya que la familia del banquero mallorquín había conseguido erigir un rentable negocio con la exportación de ganado porcino, ajos y otros productos de la isla. No obstante, fue el tabaco el germen fundamental del futuro emporio, pues ya el padre de Juan March comenzó a traficar con él obteniendo pingües beneficios. Su hijo heredaría esta costumbre familiar, pero a lo grande, agrupando los pequeños grupúsculos que se repartían el negocio y monopolizando la producción en el Norte de África. Sin embargo, esta herencia traía consigo también un imprescindible carácter mafioso para mantener el orden en las filas del comercio ilegal. Asesinatos, palizas, amenazas, chantajes... El Mediterráneo parece haber sido un caldo de cultivo ideal de asociaciones al margen de la ley pero sustitutas del Estado en muchos casos. Sobre todo, teniendo en cuenta las circunstancias políticas que se vivían a finales del S. XIX y principios del S. XX, cuando nuestro protagonista comienza a fraguar su propia historia.




Indalecio Prieto, según escribe Pere Ferrer, definió perfectamente la razón del buen estado de salud del negocio contrabandista de Juan March: "la corrupción abarca desde las garitas de los carabineros hasta los despachos ministeriales". No se equivocaba, puesto que el propio March fue encarcelado durante la II República por un soborno a Calvo Sotelo que le abrió aún más las puertas de la producción de tabaco en África saltándose la ley. Su encarcelamiento no duró mucho, pese a que la República tenía con la imagen del banquero entre rejas una fotografía idónea para presentarse como justiciera sin tacha ni deudas con los poderosos. Juan March sobornó a un funcionario de prisiones, salió por la puerta y se refugió en Gibraltar gracias a los contactos que había establecido con los servicios británicos por la ayuda prestada a Inglaterra durante la I Guerra Mundial.

Hubo quienes trataron de frenar el libertinaje empresarial de Juan March con poco éxito. Uno de ellos fue Francesc Cambó, ministro de Hacienda, que tachó al mallorquín como "El último pirata del Mediterráneo". En este caso, una maniobra sutil e inteligente de March hizo que la mano derecha de Cambó, Francesc Bastos, fuese cesado y sustituido por... ¡el propio Juan March! Una maniobra que le permitió entrar en contacto con la familia Urquijo de la que se habla en esta biografía.

El crecimiento imparable del imperio March le convirtió, efectivamente, en el dueño del Mediterráneo. Suya fue la creación de Transmediterránea, de la que hasta el propio Rey Alfonso XIII tenía acciones. Pero este dominio no se quedó en un simple monopolio del transporte, sino que fue también la herramienta con la que Juan March consiguió navegar entre dos aguas durante la Gran Guerra. Allí se blindó, con cinismo y, desde luego, con mucho valor, la solidez del entramado del banquero.

Una de los ejemplos más llamativos de ese cinismo del que hizo gala March lo encontramos en la crisis de subsistencias que sufrieron los mercados españoles durante la primera contienda bélica de dimensiones internacionales del S. XX. Para entenderla, hay que recordar que los últimos años del S. XIX fueron los del declive definitivo de la vieja aristocracia, que tuvo que vender sus tierras a precios de saldo. Entre los compradores, en Mallorca, estaba la familia March. El más aventajado de ella, Juan, comenzó a dividir esas tierras en pequeñas parcelas y las fue vendiendo a plazos a los campesinos de la isla. Sin embargo, sus aspiraciones iban más allá. Les compraba también casi toda la producción y, rizando el rizo, terminaba por venderles además el abono para sus cultivos. Entonces, ¿por qué esa crisis de materias primas en los mercados? Porque la mayor parte de ellas viajaban a los países beligerantes de la I Guerra Mundial en los barcos de Juan March pese a los esfuerzos del gobierno español por impedirlo. Como dice Pere Ferrer, su protagonista era un "comerciante de guerra".

Esta historia no termina aquí, ya que el estado de las cosas derivó en dos revueltas populares entre 1918 y 1919. Antes de que estallase el clamor popular, March movió ficha. Se reunió con los sectores obreros de Mallorca y les anunció su disposición a compartir su riqueza con ellos. Un capitalista preocupado por los más desfavorecidos. Incluso su hijo de ocho años, delante de aquellos hombres, confirmó las intenciones de su padre diciendo: "papá, yo he dicho que hicieras partícipe de tu riqueza a los obreros". Los obreros, en su mayoría socialistas, consiguieron de ese modo que el dinero de Juan March financiase su Casa del Pueblo e hipotecaron, al mismo tiempo, su reacción posterior frente al responsable de la falta de alimentos y carbón en las casas de los más pobres.

Juan March nunca reconoció ser el responsable de esa crisis. Lo negó tajantemente en los periódicos, donde incluso se ofreció a resolver la situación financiando grandes obras públicas. Pero sólo los socialistas tuvieron piedad de él y dispararon en otra dirección a la que lo hacían republicanos, anarquistas y otros sectores sociales.




La I Guerra Mundial abrió otros campos de negocio para Juan March, que nunca se preocupó de la ideología de su comprador. De hecho, mientras comerciaba con armas, alimentos, piezas de recambio, lubricantes y medicinas con un bando, era capaz, al mismo tiempo, de pasar información confidencial al otro y seguir vivo. Francia fue la que antes se dio cuenta de este doble juego. Las evidencias contra March se acumulaban, como la del suministro de combustible a los submarinos alemanes en las aguas mallorquinas, pero Inglaterra insistía en que la información que el banquero les proporcionaba era mucho más jugosa e invitaba a su aliado bélico a hacer oídos sordos a unas sospechas más que fundadas. Ni siquiera le importaba al gobierno británico que Juan March asegurara mercancías de "gran valor" (cáscaras de almendras) en compañías inglesas, las embarcase en sus naves y, conchabados de antemano, dejase que los submarinos alemanes las hundiesen para cobrar la sustanciosa indemnización. Tampoco parece que les molestase mucho que fuese Juan March el principal vendedor de armas de los insurgentes norteafricanos enfrentados a la colonia francesa por el dominio de sus tierras, lo que obligaba al Estado galo a un sobreesfuerzo militar en un continente distinto al europeo, en el que sus jóvenes morían, hinchados de barro, en las trincheras de los Países Bajos. No exagera, por tanto, Pere Ferrer cuando define a su biografiado como "comerciante de guerra".

Encontramos más ejemplos de esa definición en el papel que Juan March desempeñó en la organización del golpe de Estado contra la II República Española. March se encontraba cómodo con el régimen de Primo de Rivera. Hemos comentado sus relaciones con Alfonso XIII, cuya mujer presidía, además, el Instituto del Cáncer financiado por el mallorquín, quien también le ofreció como residencia el sanatorio de Caubet. Otras buenas relaciones de Juan March eran las que le unían al Conde de Romanones o a Santiago Alba. No es de extrañar, por tanto, que rechazase poner su dinero para traer la república a España por la fuerza, intento que fracasó definitivamente con el Alzamiento en Jaca. Por eso mismo, el nuevo sistema surgido tras el autoexilio de Alfonso XIII desconfiaba del banquero mallorquín y no dudó en encarcelarle, como hemos visto.

Los acontecimientos republicanos derivan donde todos sabemos y llega entonces el momento de conocer la importancia de March en el Alzamiento Nacional. Pere Ferrer va al grano y define claramente la importancia de Juan March durante los primeros momentos. Paga de su bolsillo el avión que lleva a Francisco Franco de Las Palmas a Tetuán para que el general se ponga al mando de las tropas de esa zona: el conocido Dragon Rapide. Pone a resguardo a la familia del general Mola en París corriendo con todos los gastos. Promete al general Sanjurjo un millón de pesetas en un banco internacional en previsión de un fracaso del golpe y hace lo mismo con Franco. Pero el golpe fracasa y todo se precipita a un conflicto fraticida en el que Juan March también interviene sin pudor. Avala la compra de armamento del bando nacional con valores inmobiliarios por valor de seiscientos millones de pesetas y garantiza el suministro de combustible al mismo bando a través de sus contactos con la petrolera Texaco. Asímismo, el propio March compra por un millón de libras esterlinas los aviones italianos que permitieron el dominio aéreo de los rebeldes durante la guerra.



Pero el banquero no iba a dejar de sacar tajada en esa situación idónea para sus objetivos. Comprometido el general Mola por la ayuda económica prestada por March, éste le exige que, en las votaciones para elegir al adalid del levantamiento, escoja a Franco. En primer lugar, porque March conocía al general de su etapa como comandante general de las Islas Baleares. En segundo, porque era un hombre que, desde su etapa como legionario, estaba obsesionado con recuperar el dominio español sobre el Norte de África, bien lo supo Hitler en su famosa reunión con él en Hendaya. ¿Y dónde tenía Juan March sus plantas productoras de tabaco? Huelga la respuesta.

Cuando Alemania e Italia irrumpen en la Península Ibérica, March queda en un segundo plano, nos cuenta Ferrer. No obstante, también durante la cotienda engorda sus arcas. Sobre todo, tramitando créditos de la banca británica, tres millones de libras esterlinas, para los nacionales, ya que, sin su firma, no habría habido tal crédito. También, desde su embajada oficiosa en Roma, administraba los "donativos" de aquellos que, desde el exterior, apoyaban el levantamiento fascista en España y compraba, por ejemplo, camiones de la General Motors para el ejército sublevado.

Evidentemente, Juan March no es la única explicación a los acontecimientos históricos españoles, pero sí una parte importante. Incluso durante los días en los que España pudo haber entrado en la II Guerra Mundial, el mallorquín estaba de nuevo por medio. En este caso es Churchill el rey de la partida. En el año 40, el político británico estaba gravemente preocupado por el poderío de los ejércitos nazis y por el pacto, todavía vigente, entre Alemania y Rusia. No quería otro aliado de Hitler en el mapa europeo y, dentro de una operación inscrita en un plan más amplio de los servicios británicos, decide sobornar a altos cargos militares españoles para conseguir que muchos de sus compatriotas germanófilos, el propio Franco, cambiasen de parecer. El único que podía hacerlo, quién si no, era Juan March.

Nada de lo que dice Pere Ferrer se basa en suposiciones o teorías peregrinas. Sus años de dedicación a la figura de Juan March le convierten en una fuente de información imprescindible para acercarse al banquero mallorquín. Consultados los archivos británicos, también se acercó a los franceses y a los norteamericanos. Pero gran parte de la información relacionada con la I Guerra Mundial y Juan March en esta biografía procede de la gran cantidad de documentos de los archivos soviéticos a los que un "niño de la guerra" español tuvo acceso hace no mucho. Tampoco Pere desprecia el trabajo de campo más cercano, confiando a un cura mallorquín sus contactos con viejos contrabandistas que trabajaron a las órdenes de Juan March. Allí, Pere Ferrer pudo comprobar, en la isla que le vio nacer como a su protagonista, con sus propios ojos, cómo algunos habitantes de Mallorca siguen hablando del Rockefeller español con una mezcla de terror y admiración al mismo tiempo.

septiembre 09, 2008

Mussolini y el ascenso del fascismo



A propósito de Cesare Pavese (Cuneo, 1908 - Turín, 1950) se ha escrito y hablado mucho a lo largo de esta segunda semana de septiembre de 2008 con motivo del centenario del nacimiento del escritor de "El oficio de vivir". Se ha hablado y escrito mucho sobre su narrativa, de su atormentada existencia, de su suicidio y, por supuesto, de sus simpatías comunistas. Una tendencia política que coincide con la que profesó el también escritor italiano Pier Paolo Passolini, quien, por cierto, también tuvo un trágico y oscuro final en la playa romana de Ostia.

Lo cierto es que Cesare Pavese padeció las secuelas heredadas del auge y caída del fascismo italiano personificado por el estrambótico y astuto Benito Mussolini. Su sombra fue alargada y por estos días vuelve a envolvernos. El que fuera Duce de la Italia de la II Guerra Mundial es, al igual que Pavese ahora, objeto de vivisección por parte del profesor de Historia Europea Comparativa en Queen Mary, Universidad de Londres, Donald Sassoon, y su libro: "Mussolini y el ascenso del fascismo". El ensayo histórico, por resumir ampliamente y valga la contradicción, nos relata las razones de la relativa facilidad con la que se hizo con el poder quien liderara la marcha de los Camisas Negras sobre Roma en 1922.

Este acontecimiento histórico ha sido considerado habitualmente como el último paso que llevó al fascismo italiano a detentar el poder hasta su estrepitoso fracaso en el conflicto bélico internacional. Pero la teoría de Sassoon señala que fue más bien una actitud determinada de amplios sectores de la sociedad italiana ante los movimientos de Mussolini la que provocó este desenlace.



En este sentido, la primera figura que suele ser blanco de diana por su benevolencia ante el empuje fascista italiano es la del monarca Víctor Manuel III. Es cierto que este rey se negó a proclamar el estado de sitio y la ley marcial que el Gobierno vigente, sintiendo ya el aliento de los Camisas Negras en las inmediaciones de la Ciudad Eterna, le presentó como última medida. Se imagina que, además, el ejército italiano no habría tenido excesivos problemas en parar los pies a unos hombres mal armados y exhaustos tras su marcha a pie. En contra de toda lógica, el propio Víctor Manuel concede a Mussolini la formación del Ejecutivo.

Los hechos son incuestionables, pero bien es cierto que antes de ese desbordamiento, prensa liberal, empresarios y clase política en general no se habían preocupado de preparar los diques. La energía aparentemente renovadora de Mussolini y, sobre todo, su interés en aplacar los síntomas más radicales del descontento proletario, del que se había aprovechado en su discurso populista el propio caudillo, les cautivaron en mayor o menor medida.

Este ascenso puede recordar en parte lo que sucedió en España durante la dictadura de Primo de Rivera en la década de los años 20. Un régimen que, en sus albores, también recibió el visto bueno de prohombres de las letras y la política española como Unamuno o Largo Caballero, por poner únicamente dos ejemplos. Quizás pensaron que se trataba de un mal menor que procuraría una estabilidad al país de la que carecía. Pero las buenas intenciones y las dictaduras no suelen casar bien.

Mussolini, Primo de Rivera, ¿y Franco? Todavía hay españoles que se preguntan cómo llegó al poder, qué teclas tocó para que le sonara la flauta. Si fue o no inevitable. Si tenía un apoyo generalizado de la derecha o no. La tentación de aplicar el mismo criterio en este caso que el empleado por Donald Sassoon en el italiano es muy fuerte y, con casi total seguridad, en parte necesario. Franco admiraba los fascismos europeos, algunos políticos de la II República también y parte de la ciudadanía española se sentía ahogada entre huelgas, pistoleros y quemaconventos. Pero, recientemente, se editaba en España un nuevo ensayo del historiador británico Paul Preston que arroja algo más de luz sobre este interrogante. Que nadie subestime a Franco a estas alturas como caballo ganador, puesto que las máscaras que fue adoptando conforme cambiaban las circunstancias históricas le sirvieron para detentar la máxima autoridad en España. Al respecto, hay más información en la reseña que se realizó en este mismo blog sobre "El gran manipulador. La mentira cotidiana de Franco".

Pese a todas esas máscaras y pese a la astucia política de Franco, el dictador murió en la cama. Es decir, no hubo un movimiento común y participativo lo suficientemente poderoso en España para derribarle. ¿Miedo, sumisión, seguidismo, resignación, pragmatismo? Estamos entrando en el campo de las emociones humanas. ¿Serían estas también las que determinaron que la sociedad alemana hiciese oídos sordos a las barbaries del nazismo o colaborase abiertamente con él o que amplios sectores italianos apoyaran o dejaran hacer a Benito Mussolini y sus objetivos totalitarios?

El Doctor en Medicina por la Universidad de Düsseldorf, Francisco José Rubia, residió por motivos evidentes y durante largo tiempo en Alemania. Allí, él mismo reconoce que tuvo que enfrentarse a la polarización entre arios y no arios, entre burguesía y proletariado, entre comunistas y capitalistas. Esa experiencia y sus propias inquietudes intelectuales le llevaron a cuestionarse sobre la posibilidad de que existiesen estructuras cerebrales comunes que sirvieran de cimientos para la aceptación de las ideologías totalitarias.

El libro que resultó de esa reflexión fue "El cerebro nos engaña" y abarca aspectos neurológicos muchísimo más amplios relacionados con el dualismo realidad objetiva - realidad subjetiva. De hecho, ese primer interrogante sobre los fascismos ocupa una parte marginal de la obra. Sin embargo, las conclusiones que pueden extraerse de su lectura son sorprendentes. Si no explican neurológicamente el por qué se profesa una ideología nazi, por ejemplo, sí que marcan algunas directrices para creer que el hecho neurológico influye directamente en esa decisión.

Del ensayo de Rubia se desprende una idea determinante para entender la posición política ortodoxa: "Cualquier información es utilizada por el cerebro para confirmar lo que cree. Es lo que se ha llamado pensamiento circular, esa forma de pensamiento que utiliza cualquier información para realimentarse a sí mismo, base de muchas ideologías". Poco que añadir. Como tampoco hay mucho más que decir cuando escribe: "Algunos autores asumen la existencia de alguna tendencia innata a rechazar lo evidente por parte del cerebro. Por ejemplo, todos tenemos la consciencia de la inevitabilidad de la muerte, pero sin embargo nos comportamos como si este hecho no existiera. Es muy probable que el valor de supervivencia que esta negación de lo inevitable tiene sea el que ha dado lugar a esta especie de autoengaño del que a diario hacemos uso. Sólo así se explica que en la Alemania nazi haya habido tanta gente que ignorase activamente la existencia de campos de concentración, a veces muy cerca de pueblos y ciudades".

La memoria, función mental, parece estar tan ligada a nuestros primeros instintos de supervivencia como a las experiencias que nos han permitido controlarlos cuando eran innecesarios. Así pues, habría que replantearse el sentido del manido término "memoria histórica" porque puede que encierre más jugo que la verborrea diaria de nuestros políticos.

Como hemos empezado con Pavese y ya que hemos abusado de la cita textual, usemos ahora un artículo del italiano que aparece en su obra "La literatura norteamericana y otros ensayos". No hay mejor punto final para todo lo que se ha querido decir hasta ahora.



"A cada paso, durante estos veinte años, la cultura italiana estuvo a punto de gritar: Basta. Ya está bien. Detente, fascismo. Y siempre estuvo dispuesta a aceptar una situación incómoda con tal de tener la certeza de que las cosas no empeorarían. Pero la naturaleza del fascismo, como la de todos los vicios, era por el contrario rodar por la pendiente convirtiéndose en alud, escapando incluso al control de sus jefes. En semejantes trances, la cultura italiana abrigó la ilusión, constantemente renovada, de que era posible cavar un refugio, acurrucarse en él y ocuparse de los propios asuntos, tal como uno acepta el mal tiempo, rezongando y consolándose con la idea de que al fin y al cabo es bueno para el campo. Conocí a un antifascista, profesor y matemático, que en Febrero de 1938, al caer Madrid, me dijo: Pues mira, estoy contento. Ya no podía pensar ni trabajar. Ahora ya no me remorderá más el no estar en España combatiendo contra Franco."


Lo que no es tradición, es plagio. Bibliografía


"La literatura norteamericana y otros ensayos"
Cesare Pavese
Lumen


"El cerebro nos engaña"
Francisco J. Rubia
Booket

agosto 08, 2008

Lecciones de ilusión



Sobre la delgada línea que separa la razón de la locura, Cervantes escribió en "El Quijote": "como no la sabía [el género de su locura], ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto". De ese modo, al hablar de Edgar Alan Poe, Nietzsche, Juan Ramón Jiménez, Franz Kafka, Virginia Woolf, Yukio Mishima o Leopoldo María Panero, ¿deberíamos atender a su obra y a sus fantasmas como un todo? O mejor dicho, ¿es imprescindible conocer primero la locura de cada uno de ellos para entender después su literatura y pensamiento?

Pablo D´Ors (Madrid, 1963) es sacerdote y teólogo. En los tiempos que corren, hay que estar un poco ido para aventurarse por semejantes andurriales. Pero quizás la mayor locura cometida por el descendiente de Eugenio D´Ors es presentar una obra de dimensiones colosales en estos días de brevedad, superficialidad y nadería. Casi 700 páginas que describen la inaudita rutina de un sanatorio mental perdido entre las montañas de Baviera. Evidentemente, este primer acercamiento nos recuerda a la obra más conocida de Thomas Mann, "La montaña mágica", y no es una influencia que el autor esconda. Sobre todo, porque quizás no pueda dadas las coincidencias.



Thomas Mann escribió su novela con la intención de ser breve. Está claro que no consiguió ese primer objetivo, aunque sí que terminó de dar forma a lo que se creó en su imaginación tras visitar a su mujer en el sanatorio en el que estaba ingresada. El joven Hans Castorp, protagonista de "La montaña mágica", se enfrentará allí a conceptos como el del Tiempo, la Estética, la Política, la Enfermedad o la Muerte. Ideas sobre las que también tendrá que girar su sosias literario en la obra de D´Ors, Lorenzo Bellini, aunque éste con el agravante confuso de estar rodeado de locos. Sin embargo, lo más importante de esas vidas novelescas y paralelas es que ambos protagonistas, tanto Hans como Lorenzo, llegarán a esos sanatorios sin saber que allí perderán definitivamente la inocencia, que sus prejuicios e ideas inamovibles quedarán como fantasmas de otro tiempo entre sus pasillos y salas. Todos tenemos un lugar parecido, aquel en el que cambiamos la ortodoxia juvenil por la elasticidad y la eterna duda que acompañan al hombre adulto hasta su fin.

En esa última línea trazada, Pablo D´Ors, que reconoce que Lorenzo Bellini es él mismo, quizás haya seguido también, como un sonámbulo, sus pasos. Quizás, en definitiva, D´Ors haya perdido parte de su inocencia en los cuatro años de trabajo que ha dedicado a "Lecciones de ilusión". Sus monstruos interiores han sido exorcizados en el análisis y descripción de una serie de sujetos a medio camino entre la compasión y la admiración. Hombres que no pueden terminar un libro, que se inventan la correspondencia del sanatorio, que pierden las horas y la salud en teorías peregrinas o en labores de minuciosidad compulsiva.

Dice el autor que "la novela es un juego con la propia identidad". Desenredando el ovillo, si la locura es el experimento más extremo de la propia identidad, es posible que D´Ors se haya encontrado a sí mismo en "Lecciones de ilusión" a través de las biografías de sus admirados Robert Walser, August Strindberg y Friedich Hölderlin. Del primero, del autor de los microgramas, del escritor que quiso hacerse ilegible a través de una caligrafía liliputiense, no queda claro si fue un loco al que le hicieron creer que estaba loco o un loco que hizo creer al resto del mundo de que lo estaba. El manicomio en el que se recluyó fue su particular torre de marfil y allí decía sentirse a gusto para trabajar. Strindberg, por su parte, utilizó la literatura como arma arrojadiza de sus neurosis. Al dramaturgo nórdico le aterraba vivir y quizás el enfrentamiento con ese miedo cerval le hizo escribir lo que escribió. Por último, Friedich Hölderlin tuvo su propia torre de marfil. La torre con vistas al río Neckar, propiedad de su amigo Zimmer, en la que fue acogido por este hombre que pretendía encontrar en las inconexas asociaciones de palabras que la mente del poeta realizaba en el momento más crítico de su enfermedad, poesías que en un futuro marcarían una época. Esas tres locuras, según el autor, condensan las locuras de los personajes de su novela.

Una afirmación común es aquella que dice que todo artista atraviesa su particular crisis vital. Pero por no hacer de ellos una especie distinta al común de los mortales, digamos que todo hombre sufre a lo largo de su existencia "una temporada en el infierno". La cita de Rimbaud es pertinente porque el estudio que de su vida y obra realizó Henry Miller constituye un buen ejemplo de lo que sucede en la novela de D´Ors. "El tiempo de los asesinos", ese breve ensayo del escritor norteamericano, es el resultado de la particular búsqueda de un sosias artístico del autor de "Trópico de Cáncer" para calmar sus propios monstruos interiores. Miller cree haber encontrado en el poeta francés su reflejo. "Rimbaud experimentó su gran crisis a los dieciocho años, momento en el que llegó al borde la locura. Desde entonces, su vida fue un interminable desierto. Yo sufrí mi crisis entre los treinta y seis y los treinta y siete, edad a la que murió Rimbaud. Desde ese momento mi vida comenzó a florecer. Rimbaud abandonó la literatura para vivir. Yo tomé el camino inverso". En el momento de atravesar esa cuerda floja, hay quienes pierden el equilibrio y caen al vacío y hay quienes mantienen el equilibrio encauzando sus fantasmas a través de la creación o de cualquier otro clavo ardiendo.



Si Miller convierte de ese modo a Rimbaud en un hermano espiritual, Pablo D´Ors se pregunta si la vida intelectual y artística es un puro fenómeno de hermandad de almas y tormentos comunes. Así, sus personajes desean ardientemente encontrar en el pasado a otro hombre que haya sufrido lo mismo que ellos y que ese compartir consiga aliviar en parte la carga que les ha tocado arrastrar. Lo hace el director del sanatorio, obsesionado por un sistema terapéutico que vincula las enfermedades mentales de sus pacientes con las de ilustres enfermos de la historia; lo hace también el corrector impenitente de su propia biografía, rodeado en su pabellón particular de cientos de bustos de insignes intelectuales; ¿actúa Pablo D´Ors de igual modo en "Lecciones de ilusión"?

El escritor madrileño no ha escondido esta tendencia a buscar reflejos intelectuales y vitales en la historia y cita a Charles Foucauld y a Stefan Zweig como los dos espejos que proyectan su propia imagen. Quizás de ese modo el autor experimente lo que viene a escribir en su novela, que “todo loco nos recuerda nuestra incapacidad intelectual o, dicho más sencillamente, [que] todo loco nos recuerda que somos idiotas”. En los tiempos que corren, cuando los narcóticos contra el dolor y la muerte se han multiplicado en forma de objetos materiales y estilos de vida hedonistas, sería necesario, dice el autor, visitar un manicomio o, en su defecto, un hospital de enfermos terminales, hombres y mujeres con los que Pablo D´Ors tiene contacto permanente debido a sus funciones de capellán en una institución de este tipo. Todo lo que no queremos ver, todo lo que intentamos obviar, es lo que nos hace más fuertes, más comprensivos y, por qué no, más sabios. Heidegger dixit: "el hombre es un ser hecho para la muerte". Entenderla y hacerla nuestra compañera de viaje es el único modo de perderle el miedo.

Pero el miedo también nos hace huir de lo que queremos, porque lo que queremos nos hace sufrir. Sufrimos por miedo a perder el objeto amado, sufrimos por el sufrimiento que sufre nuestro amante, sufrimos porque hacemos sufrir al otro, sufrimos porque sabemos que podemos asesinar lo que queremos. Necesitamos entonces del arte o de la fe o de ambas cosas para hacer romas tantas espinas. Sorprendentemente, hay quienes, como los místicos, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, se sumergen en las profundidas de ese dolor. La locura está presente en decisiones de este tipo, locura que, sin embargo, alcanza una plena lucidez en sus creaciones que nos muestran, a los cuerdos, aquello de lo que tratamos de poner distancia, de hacer invisible. Pero tampoco seamos demasiado duros con nosotros mismos, ya que somos pura contradicción y sólo nos queda aceptar este hecho o ser obsesivamente consecuentes, lo que conduce sin duda a una espiral delirante y perversa.

No obstante, en el centro de esa espiral puede hallarse la verdad. Todos la andamos persiguiendo. Algunos la encuentran. Los menos saben contarla en sus obras de arte. La ilusión que nos empuja a su hallazgo constituye el motor de la creación, pero una vez hallada siempre nos quedamos vacíos y ansiamos entrar en otra espiral, en otra búsqueda de otra verdad. Es posible que esto sea lo que nos hace humanos, la necesidad de grandes dosis de fantasía para entender la verdad.

Pero, por otro lado, el artista que renuncia a la fantasía, a la ficción, termina por convertir su vida en su obra de arte. Pensemos en el esotérico Aleister Crowley o en el escritor japonés Yukio Mishima, paradigmas de esta última idea. Siguiendo, por ejemplo, la biografía de Mishima, uno constata cómo termina por preferir la acción a la creación. Su suicidio público bajo el sagrado ritual samurai del harakiri ha llegado hasta nosotros casi con más fuerza que sus "Confesiones de una máscara". Vida y obra, como decíamos al principio, se confunden en un sólo concepto. Esa elección por vivir radicalmente antes que por escribir compulsivamente queda muy bien expuesta en el catálogo para una exposición que escribió Mishima: "El Río del Cuerpo desembocó como era natural en el Río de la Acción. Este Río es comparable al Río de la Escritura. Es el Río de la Acción el más destructivo de todos los ríos y entiendo muy bien que sean muy pocos lo que se acerquen a él. Este río no demuestra la menor generosidad por quienes lo cultivan; no trae riqueza ni paz, no da descanso. Dejadme decir sólo esto: yo, nacido hombre y tan vivo como cualquier hombre, no puedo dominar la tentación de seguir el curso de este río".



Es una declaración gloriosa y heroica, desde luego, que necesitaba de una culminación práctica igualmente gloriosa para cerrar el círculo. La decisión de hacerse el harakiri sería el broche final para Yukio Mishima. Así lo pensó el escritor japonés. El 25 de noviembre de 1970, encerrado en el despacho del Cuartel Central del Ejército Oriental de Tokio tomado por Mishima y su grupo Tatenokai, el escritor comienza el ritual de su muerte después de un ampuloso discurso dirigido a los soldados de las Jietai. Como marca la tradición samurai, se clava una daga frente a sus discípulos en el estómago. Al mismo tiempo que brota la sangre, los nervios traicionan a Mishima y su decisión de herirse mortalmente flaquea. Tras la lucha interna entre su férrea voluntad y su natural instinto de supervivencia, Mishima consigue finalmente el corte y la profundidad necesaria. Sólo queda que Morita, su mano derecha, el elegido para decapitarle, no falle con la espada y le ahorre sufrimiento. Impresionado por la sangrienta imagen, el discípulo la pifia en su primer intento: sólo le produce al moribundo una herida profunda en el hombro y la espalda. El segundo conato de decapitación no resulta mejor que el primero. Mishima, el objetivo del verdugo circunstancial, se retuerce presa de un dolor indescriptible. El tercer golpe de espada logra alcanzar el cuello del escritor, pero no tiene la suficiente fuerza para arrancar la cabeza del cuerpo y ésta queda colgada, patética y dantesca, de sus hombros, en ángulo, chorreando sangre a borbotones. Otro discípulo presente, harto del espectáculo, le quita la espada a un Morita incapaz de continuar con la carnicería, con la chapuza. Esta vez sí. De un tajo, el nuevo matarife acaba con la agonía de Yukio Mishima, que queda en el suelo inerte, en un charco creciente de sangre viscosa sobre el que flotan sus intestinos. Envuelto en el hedor insoportable a muerte y excrementos que inunda la habitación, Morita sigue las órdenes de Mishima y comienza su propio suicidio. El miedo le impide clavarse la daga bien profunda. Sólo se hace un rasguño, pero tiene más suerte que su líder. De un sólo corte, el compañero encargado de decapitarle le arranca la cabeza y la vida.

Ambos, Morita y Mishima, encontraron de ese modo la única verdad firme que existe en nuestro mundo limitado después de caer como muñecos de trapo por una espiral extravagante que les hizo enloquecer. Sin embargo, no importará la espiral en la que uno quedó atrapado cuando llegue a ese punto. O si fue una espiral o si fueron varias. O si enloqueció o no enloqueció en el trayecto. Recuerdo por segundo vez que Heidegger dixit: "el hombre es un ser hecho para la muerte". Mientras llega ese momento, ama, crea y fantasea. Es decir, se hace el loco, como si no supiese lo que le espera al final.


Lo que no es tradición, es plagio. Bibliografía


"El tiempo de los asesinos"
Henry Miller
Alianza


"Vida y muerte de Yukio Mishima"
Henry Scott Stokes
Muchnik Editores

agosto 04, 2008

Se reventó el manguito



Jean Rolin (Boulogne - Billancourt, 1949) ha conseguido obtener de la nada, petróleo. Mejor dicho en este caso: caucho. Un mérito indudable para una historia que se resume en una frase: un hombre trata de llevar desde París hasta el Congo un coche con el que un amigo podrá ganarse la vida como taxista en aquel país. A simple vista, por tanto, es comprensible adelantarnos al meollo de la cuestión e intuir en la obra del francés un libro de viajes en el que se ha de hablar, sin duda, de la típica solidaridad del europeo altruista y del tópico exotismo subyugante del continente africano.

Sin embargo, la historia nos sitúa en el Congo y el objetivo final del protagonista es tan irrelevante para su desarrollo como el que llevó a Marlow a encontrarse con Kurtz y con el horror. Efectivamente y de nuevo, "El corazón de las tinieblas".



En 1890, Joseph Conrad embarcaba en Burdeos hacia el Congo para sustituir, en principio, al fallecido capitán de un vapor llamado "Floride". ¿Qué sabía el escritor ucraniano sobre aquel país? ¿Estaba preparado ese hombre enfermizo desde la infancia para soportar los rigores de una región inhóspita? ¿Se planteó estas preguntas un Conrad ávido de encontrar trabajo y aventura y en cuya maleta, junto a su ropa interior, viajaba de un lado para otro el manuscrito de "La locura de Almayer"? No lo sabemos a ciencia cierta, pero lo único cierto es que el futuro gran escritor emprende una ruta a pie desde Matadi hasta Kinshasa, es decir, casi cuatrocientos kilómetros en condiciones penosas, con el objetivo de embarcar en el Roi des Belges para ayudar a otro barco de la compañía para la que trabajaba entonces. La expedición de socorro, compuesta en parte por nativos bantúes, debía remontar el río Congo. Se encontraron con una navegación extrema y tortuosa, circunstancia quizás previsible, a la que se le sumaron enfermedades, malas relaciones de Conrad con sus superiores y testimonios directos de la crueldad y la incompentencia humana. Así pues, no es de extrañar que el escritor, enfermo y de vuelta ya en Kinshasa, terminara escribiendo en una carta una frase lapidaria: "Todo es repugnante por aquí". A punto de perder la vida por la disentería y las fiebres y trasladado a Matadi en hamaca para su regreso a Inglaterra, Conrad quizás no era consciente aún de que el germen de una de las grandes novelas de la Historia estaba a punto de reventar tras esa experiencia frustrante, inútil y arriesgada.

Por su parte, Jean Rolin es hijo de un médico militar que estuvo destinado durante un tiempo en el Congo Francés. Asímismo, también él emprendió su particular viaje al corazón de las tinieblas en 1980 como reportero del diario "Libération" en el Congo. Además, si Marlow describió el infierno congoleño creado por el rey Leopoldo de Bélgica, el narrador de "Se reventó el manguito" atraviesa las tierras sobre las que Mobutu Sese Seko construyó su terrible cleptocracia particular. Las tierras que a día de hoy, todavía sufren las consecuencias de su Guerra Civil desarrollada entre 1996 y 2002 y de sus enfrentamientos étnicos en 2003. Tierras en las que la corrupción, la inoperante burocracia, el temido ejército y la idiosincrasia nativa tejen una red laberíntica de la que el protagonista europeo de la novela no sabe muy bien cómo escapar sano y salvo.

No estamos comparando en este caso la altura literaria de ambos textos, ya que no hay parangón posible. Pero sí el parecido destino que tanto Jean Rolin como Joseph Conrad han tenido con el Congo y, sobre todo, estamos comprobando cómo la herida abierta en ese rincón africano supura y sangra todavía.
Según una cita de Mark Twain, que data de su época como miembro del movimiento internacional contra el trabajo esclavo en el Congo, el trabajo forzado al que fueron sometidos sus habitantes a finales del siglo XIX y principios del XX costó entre cinco y ocho millones de vidas. Un verdadero genocidio, sea cual sea la cifra real, ordenado por alguien que nunca puso los pies en ese lugar, el rey Leopoldo II de Bélgica, y por un sólo motivo: el caucho y la extensión selva adentro del ferrocarril que había de permitir extraerlo en su integridad. Henry Morgan Stanley, el honorable e incansable explorador galés, fue durante cinco años la mano derecha del monarca belga en el Congo, un lugar donde, como escribe Adam Hochschild, "no existían los diez mandamientos".




Obras como la de Hochschild, "El fantasma del rey Leopoldo", atestiguan muy bien qué tipo de colonización sufrieron los países africanos por parte de los europeos y explican a la perfección el difuso sentimiento de culpa que experimentamos los "hombres de bien" cuando las terribles noticias que de allí nos llegan aparecen en nuestros televisores y periódicos. No obstante, ni siquiera el papel que desempeñó Europa y Estados Unidos en la descolonización africana podrían redimirnos de ese pecado original y tenemos que volver nuevamente nuestra mirada hacia el antiguo Zaire, el epicentro del continuo terremoto en África.

En 1960, Patrice Lumumba se erigía como Primer Ministro de la República Democrática del Congo por primera vez en la historia del país. De aspecto y educación a la europea, todos convienen que, aunque anticolonialista, tampoco se comportó como un santo con algunas de las tribus que vivían bajo su mandato. Sin embargo, hoy se sabe que la CIA proporcionó armas a Mobutu Sese Seko para lograr el poder congoleño y que el gobierno belga reconoció en 2002 su responsabilidad en la muerte de Lumumba.

"¿Sabe? En realidad no necesitamos coches. Mi gente prefiere ir en bicicleta. A los zaireños nos encanta el deporte". Así contestó Mobutu Sese Seko a una pregunta de un periodista europeo sobre el paupérrimo entramado móvil del país que gobernaba con mano de hierro. Una graciosa ironía si no procediese de un hombre que contaba con 4.000 millones de dólares en cuentas suizas gracias, entre otras cosas, al apoyo más o menos silencioso de Estados Unidos, Bélgica y Francia. Huelga decir que su gente moría de hambre y que, en su dolorosa decadencia de salud (cáncer de próstata) y de poder (rebelión apoyada por Uganda y Ruanda), fue abandonado por los gobiernos que sostuvieron y alentaron su cleptocracia.



Un destino parecido corrió el Emperador Centroafricano, Bokassa I. Valery Giscard D´Estaign, Presidente de la República Francesa entre 1974 y 1981, era muy amigo suyo, ya que su padre había tenido en ese punto africano grandes negocios y los intereses franceses sobre el uranio y el marfil de esa región seguían siendo escandolosos. Bokassa I llamaba al gobernante galo "primo", nada reseñable si este recién nacido Napoleón africano no se hubiese gastado todo el presupuesto anual del Estado en su ceremonia de coronación cuando su pueblo, nuevamente, se moría literalmente de hambre. Ironías del destino quisieron que su mujer, la emperatriz Catherine, terminara a sueldo de los servicios secretos franceses y consiguiera cambiar la titularidad de muchas y sobre todo gruesas cuentas corrientes del dictador centroafricano. De nada le había servido a Bokassa I regalarle a Giscard D´Estaign todo un coto de caza donde practicaba el puro y salvaje safari cinematográfico. Cuando tropas francesas lo derriban del poder mientras estaba en el extranjero, el "inocente" Bokassa I pide asilo en el país cuyo postulado oficial siguió a pies juntillas durante mucho tiempo: Francia. Evidentemente, le negaron el asilo. Es más, no le permitieron salir del avión.

Podríamos contar desgraciadamente hechos parecidos, como por ejemplo las relaciones del dictador ugandés Idi Amin Dada durante su golpe de Estado con Inglaterra e Israel. Pero sería extenderse demasiado en retratos a medio camino entre el horror y el delirio. África entera tiene tantos como baobas cubren sus tierras.

"Se reventó el manguito", por otro lado, se desarrolla en un tiempo en el que los europeos votamos una Constitución al mismo tiempo que aprobamos una ley de inmigración que permite detener, sin eufemismos, durante 18 meses a un inmigrante sin papeles. En esta novela hay un párrafo demoledor que resumiría las relaciones entre África y Europa durante el último siglo. Se nos describen dos fotografías del congoleño que ha de ganarse la vida con ese coche que tanto trabajo costó llevarlo hasta Kinshasa. En la que parece más joven, se le observa vestido de militar, pertrechado con armas automáticas y ropas de camuflaje en la selva africana. En la que ya está algo envejecido y enfermo, el mismo congoleño luce el flamante uniforme de guardia de seguridad de un McDonald en París.

Ernesto Ché Guevara también estuvo en el Congo tratando de exportar su revolución latinoamericana. Se nos cuenta en la obra de Rolin que el guerrillero se planteaba crear las necesidades que harían nacer en la población campesina sus supuestas ansias revolucionarias, porque cuando llegó, los campesinos eran, increíblemente, sino felices, al menos ajenos y reacios a sus postulados. "Hubiera sido preciso encontrar una fórmula para que necesitaran adquirir artículos de la gran industria", piensa Guevara cual ejecutivo publicista. Porque él mismo reconoce que poseían su tierra. La cultivaban. Consumían lo que les daba. Y no necesitaban nada más. Ni siquiera la utopía. Con esto no se pretende revindicar el estado del "buen salvaje", sino señalar que el fin de la inocencia de todo un continente fue abrupto, cruel e indiscriminado. Tres características básicas del carácter de buena parte de los seres humanos. Como dijo Conrad en su carta: "Todo es repugnante por aquí", en el mundo de los humanos, añado a título personal.

Lo que no es tradición, es plagio. Bibliografía


"El fantasma del rey Leopoldo. Codicia, terror y heroísmo en el África Colonial"
Adam Hochschild
Península / Atalaya


"Payasos y monstruos"
Albert Sánchez Pinyol
Aguilar


"Las vidas de Joseph Conrad"
John Stape
Lumen