agosto 08, 2008

Lecciones de ilusión



Sobre la delgada línea que separa la razón de la locura, Cervantes escribió en "El Quijote": "como no la sabía [el género de su locura], ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto". De ese modo, al hablar de Edgar Alan Poe, Nietzsche, Juan Ramón Jiménez, Franz Kafka, Virginia Woolf, Yukio Mishima o Leopoldo María Panero, ¿deberíamos atender a su obra y a sus fantasmas como un todo? O mejor dicho, ¿es imprescindible conocer primero la locura de cada uno de ellos para entender después su literatura y pensamiento?

Pablo D´Ors (Madrid, 1963) es sacerdote y teólogo. En los tiempos que corren, hay que estar un poco ido para aventurarse por semejantes andurriales. Pero quizás la mayor locura cometida por el descendiente de Eugenio D´Ors es presentar una obra de dimensiones colosales en estos días de brevedad, superficialidad y nadería. Casi 700 páginas que describen la inaudita rutina de un sanatorio mental perdido entre las montañas de Baviera. Evidentemente, este primer acercamiento nos recuerda a la obra más conocida de Thomas Mann, "La montaña mágica", y no es una influencia que el autor esconda. Sobre todo, porque quizás no pueda dadas las coincidencias.



Thomas Mann escribió su novela con la intención de ser breve. Está claro que no consiguió ese primer objetivo, aunque sí que terminó de dar forma a lo que se creó en su imaginación tras visitar a su mujer en el sanatorio en el que estaba ingresada. El joven Hans Castorp, protagonista de "La montaña mágica", se enfrentará allí a conceptos como el del Tiempo, la Estética, la Política, la Enfermedad o la Muerte. Ideas sobre las que también tendrá que girar su sosias literario en la obra de D´Ors, Lorenzo Bellini, aunque éste con el agravante confuso de estar rodeado de locos. Sin embargo, lo más importante de esas vidas novelescas y paralelas es que ambos protagonistas, tanto Hans como Lorenzo, llegarán a esos sanatorios sin saber que allí perderán definitivamente la inocencia, que sus prejuicios e ideas inamovibles quedarán como fantasmas de otro tiempo entre sus pasillos y salas. Todos tenemos un lugar parecido, aquel en el que cambiamos la ortodoxia juvenil por la elasticidad y la eterna duda que acompañan al hombre adulto hasta su fin.

En esa última línea trazada, Pablo D´Ors, que reconoce que Lorenzo Bellini es él mismo, quizás haya seguido también, como un sonámbulo, sus pasos. Quizás, en definitiva, D´Ors haya perdido parte de su inocencia en los cuatro años de trabajo que ha dedicado a "Lecciones de ilusión". Sus monstruos interiores han sido exorcizados en el análisis y descripción de una serie de sujetos a medio camino entre la compasión y la admiración. Hombres que no pueden terminar un libro, que se inventan la correspondencia del sanatorio, que pierden las horas y la salud en teorías peregrinas o en labores de minuciosidad compulsiva.

Dice el autor que "la novela es un juego con la propia identidad". Desenredando el ovillo, si la locura es el experimento más extremo de la propia identidad, es posible que D´Ors se haya encontrado a sí mismo en "Lecciones de ilusión" a través de las biografías de sus admirados Robert Walser, August Strindberg y Friedich Hölderlin. Del primero, del autor de los microgramas, del escritor que quiso hacerse ilegible a través de una caligrafía liliputiense, no queda claro si fue un loco al que le hicieron creer que estaba loco o un loco que hizo creer al resto del mundo de que lo estaba. El manicomio en el que se recluyó fue su particular torre de marfil y allí decía sentirse a gusto para trabajar. Strindberg, por su parte, utilizó la literatura como arma arrojadiza de sus neurosis. Al dramaturgo nórdico le aterraba vivir y quizás el enfrentamiento con ese miedo cerval le hizo escribir lo que escribió. Por último, Friedich Hölderlin tuvo su propia torre de marfil. La torre con vistas al río Neckar, propiedad de su amigo Zimmer, en la que fue acogido por este hombre que pretendía encontrar en las inconexas asociaciones de palabras que la mente del poeta realizaba en el momento más crítico de su enfermedad, poesías que en un futuro marcarían una época. Esas tres locuras, según el autor, condensan las locuras de los personajes de su novela.

Una afirmación común es aquella que dice que todo artista atraviesa su particular crisis vital. Pero por no hacer de ellos una especie distinta al común de los mortales, digamos que todo hombre sufre a lo largo de su existencia "una temporada en el infierno". La cita de Rimbaud es pertinente porque el estudio que de su vida y obra realizó Henry Miller constituye un buen ejemplo de lo que sucede en la novela de D´Ors. "El tiempo de los asesinos", ese breve ensayo del escritor norteamericano, es el resultado de la particular búsqueda de un sosias artístico del autor de "Trópico de Cáncer" para calmar sus propios monstruos interiores. Miller cree haber encontrado en el poeta francés su reflejo. "Rimbaud experimentó su gran crisis a los dieciocho años, momento en el que llegó al borde la locura. Desde entonces, su vida fue un interminable desierto. Yo sufrí mi crisis entre los treinta y seis y los treinta y siete, edad a la que murió Rimbaud. Desde ese momento mi vida comenzó a florecer. Rimbaud abandonó la literatura para vivir. Yo tomé el camino inverso". En el momento de atravesar esa cuerda floja, hay quienes pierden el equilibrio y caen al vacío y hay quienes mantienen el equilibrio encauzando sus fantasmas a través de la creación o de cualquier otro clavo ardiendo.



Si Miller convierte de ese modo a Rimbaud en un hermano espiritual, Pablo D´Ors se pregunta si la vida intelectual y artística es un puro fenómeno de hermandad de almas y tormentos comunes. Así, sus personajes desean ardientemente encontrar en el pasado a otro hombre que haya sufrido lo mismo que ellos y que ese compartir consiga aliviar en parte la carga que les ha tocado arrastrar. Lo hace el director del sanatorio, obsesionado por un sistema terapéutico que vincula las enfermedades mentales de sus pacientes con las de ilustres enfermos de la historia; lo hace también el corrector impenitente de su propia biografía, rodeado en su pabellón particular de cientos de bustos de insignes intelectuales; ¿actúa Pablo D´Ors de igual modo en "Lecciones de ilusión"?

El escritor madrileño no ha escondido esta tendencia a buscar reflejos intelectuales y vitales en la historia y cita a Charles Foucauld y a Stefan Zweig como los dos espejos que proyectan su propia imagen. Quizás de ese modo el autor experimente lo que viene a escribir en su novela, que “todo loco nos recuerda nuestra incapacidad intelectual o, dicho más sencillamente, [que] todo loco nos recuerda que somos idiotas”. En los tiempos que corren, cuando los narcóticos contra el dolor y la muerte se han multiplicado en forma de objetos materiales y estilos de vida hedonistas, sería necesario, dice el autor, visitar un manicomio o, en su defecto, un hospital de enfermos terminales, hombres y mujeres con los que Pablo D´Ors tiene contacto permanente debido a sus funciones de capellán en una institución de este tipo. Todo lo que no queremos ver, todo lo que intentamos obviar, es lo que nos hace más fuertes, más comprensivos y, por qué no, más sabios. Heidegger dixit: "el hombre es un ser hecho para la muerte". Entenderla y hacerla nuestra compañera de viaje es el único modo de perderle el miedo.

Pero el miedo también nos hace huir de lo que queremos, porque lo que queremos nos hace sufrir. Sufrimos por miedo a perder el objeto amado, sufrimos por el sufrimiento que sufre nuestro amante, sufrimos porque hacemos sufrir al otro, sufrimos porque sabemos que podemos asesinar lo que queremos. Necesitamos entonces del arte o de la fe o de ambas cosas para hacer romas tantas espinas. Sorprendentemente, hay quienes, como los místicos, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, se sumergen en las profundidas de ese dolor. La locura está presente en decisiones de este tipo, locura que, sin embargo, alcanza una plena lucidez en sus creaciones que nos muestran, a los cuerdos, aquello de lo que tratamos de poner distancia, de hacer invisible. Pero tampoco seamos demasiado duros con nosotros mismos, ya que somos pura contradicción y sólo nos queda aceptar este hecho o ser obsesivamente consecuentes, lo que conduce sin duda a una espiral delirante y perversa.

No obstante, en el centro de esa espiral puede hallarse la verdad. Todos la andamos persiguiendo. Algunos la encuentran. Los menos saben contarla en sus obras de arte. La ilusión que nos empuja a su hallazgo constituye el motor de la creación, pero una vez hallada siempre nos quedamos vacíos y ansiamos entrar en otra espiral, en otra búsqueda de otra verdad. Es posible que esto sea lo que nos hace humanos, la necesidad de grandes dosis de fantasía para entender la verdad.

Pero, por otro lado, el artista que renuncia a la fantasía, a la ficción, termina por convertir su vida en su obra de arte. Pensemos en el esotérico Aleister Crowley o en el escritor japonés Yukio Mishima, paradigmas de esta última idea. Siguiendo, por ejemplo, la biografía de Mishima, uno constata cómo termina por preferir la acción a la creación. Su suicidio público bajo el sagrado ritual samurai del harakiri ha llegado hasta nosotros casi con más fuerza que sus "Confesiones de una máscara". Vida y obra, como decíamos al principio, se confunden en un sólo concepto. Esa elección por vivir radicalmente antes que por escribir compulsivamente queda muy bien expuesta en el catálogo para una exposición que escribió Mishima: "El Río del Cuerpo desembocó como era natural en el Río de la Acción. Este Río es comparable al Río de la Escritura. Es el Río de la Acción el más destructivo de todos los ríos y entiendo muy bien que sean muy pocos lo que se acerquen a él. Este río no demuestra la menor generosidad por quienes lo cultivan; no trae riqueza ni paz, no da descanso. Dejadme decir sólo esto: yo, nacido hombre y tan vivo como cualquier hombre, no puedo dominar la tentación de seguir el curso de este río".



Es una declaración gloriosa y heroica, desde luego, que necesitaba de una culminación práctica igualmente gloriosa para cerrar el círculo. La decisión de hacerse el harakiri sería el broche final para Yukio Mishima. Así lo pensó el escritor japonés. El 25 de noviembre de 1970, encerrado en el despacho del Cuartel Central del Ejército Oriental de Tokio tomado por Mishima y su grupo Tatenokai, el escritor comienza el ritual de su muerte después de un ampuloso discurso dirigido a los soldados de las Jietai. Como marca la tradición samurai, se clava una daga frente a sus discípulos en el estómago. Al mismo tiempo que brota la sangre, los nervios traicionan a Mishima y su decisión de herirse mortalmente flaquea. Tras la lucha interna entre su férrea voluntad y su natural instinto de supervivencia, Mishima consigue finalmente el corte y la profundidad necesaria. Sólo queda que Morita, su mano derecha, el elegido para decapitarle, no falle con la espada y le ahorre sufrimiento. Impresionado por la sangrienta imagen, el discípulo la pifia en su primer intento: sólo le produce al moribundo una herida profunda en el hombro y la espalda. El segundo conato de decapitación no resulta mejor que el primero. Mishima, el objetivo del verdugo circunstancial, se retuerce presa de un dolor indescriptible. El tercer golpe de espada logra alcanzar el cuello del escritor, pero no tiene la suficiente fuerza para arrancar la cabeza del cuerpo y ésta queda colgada, patética y dantesca, de sus hombros, en ángulo, chorreando sangre a borbotones. Otro discípulo presente, harto del espectáculo, le quita la espada a un Morita incapaz de continuar con la carnicería, con la chapuza. Esta vez sí. De un tajo, el nuevo matarife acaba con la agonía de Yukio Mishima, que queda en el suelo inerte, en un charco creciente de sangre viscosa sobre el que flotan sus intestinos. Envuelto en el hedor insoportable a muerte y excrementos que inunda la habitación, Morita sigue las órdenes de Mishima y comienza su propio suicidio. El miedo le impide clavarse la daga bien profunda. Sólo se hace un rasguño, pero tiene más suerte que su líder. De un sólo corte, el compañero encargado de decapitarle le arranca la cabeza y la vida.

Ambos, Morita y Mishima, encontraron de ese modo la única verdad firme que existe en nuestro mundo limitado después de caer como muñecos de trapo por una espiral extravagante que les hizo enloquecer. Sin embargo, no importará la espiral en la que uno quedó atrapado cuando llegue a ese punto. O si fue una espiral o si fueron varias. O si enloqueció o no enloqueció en el trayecto. Recuerdo por segundo vez que Heidegger dixit: "el hombre es un ser hecho para la muerte". Mientras llega ese momento, ama, crea y fantasea. Es decir, se hace el loco, como si no supiese lo que le espera al final.


Lo que no es tradición, es plagio. Bibliografía


"El tiempo de los asesinos"
Henry Miller
Alianza


"Vida y muerte de Yukio Mishima"
Henry Scott Stokes
Muchnik Editores

2 comentarios:

Stultifer dijo...

Me da que es muy interesante más que nada por la profusión de personajes y lo bien delimitados que los trata. Me lleva a alguna película tipo "Asesinato en el Orient Express", salvando las distancias, donde el interés sobre la vida de cada uno de ellos va en aumento. Sólo veo una traba: 650 páginas. Me fascina pensar que hay personas con tiempo suficiente para leer tanto.

Laíntxo dijo...

Los libros [buenos] de estas dimensiones se disfrutan especialmente. Siempre he pensado que la lectura no es cuestión de tiempo, sino de placer y ganas. Las prisas por terminar un libro y coger otro no son buenas. Tampoco la obsesión por tener que leer porque sí. Hay que entender que en la vida no se puede leer todo lo que uno quiere y que mucho de lo que se lee, a veces, no sirve para nada. Leer, como cualquier otra cosa, puede no apetecer. También se tienen cosas mejor que hacer o se está disfrutando de otra actividad o se acumula el maldito trabajo. Pero el libro siempre estará ahí, esperándote para cuando quieras abrirlo. Además, prefiero la calidad a la cantidad. Eso sí, si calidad y brevedad vienen juntas, pues estupendo, aunque, en ocasiones, la extensión de un libro puede ser una de las razones que explican la calidad del mismo.