Historia para diletantes, para glotones literarios, viajeros de metro, jubilados curiosos, universitarios de ciencias, marineros en alta mar... Historia para todos, en definitiva, como la Coca Cola. El historiador - divulgador Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942) tiene siempre presente que como mejor entra la memoria de los hechos es con un poquito de hielo y una rodajita de limón. Fresca, con un ligero sabor ácido, burbujeante.
Para conseguir el punto exacto de su bebida, García de Cortázar aliña el líquido elemento, la Historia, con una poética narrativa que cautiva por la poderosa capacidad metafórica del autor. Autor que se explica y explica muchas de las cosas que han sucedido en la piel de toro a través de sus poetas, siendo frecuentes los poemas intercalados en la narración con muy buen tino.
Otra cosa es el contenido. Los habrá que consideren que el historiador bilbaíno es un nacionalista español recalcitrante o que es demasiado tibio en la defensa de la Historia de España o que trata de guardar demasiado las distancias para que no se le vea demasiado el plumero. Es halagador para García de Cortázar , creo yo, que su obra guarde esa variedad de opiniones en sus lectores.
"Los mitos de la Historia de España" recorre de ese modo todas aquellas leyendas que hemos dado, incluso los españoles, por buenas verdades. La más difundida, quizás, sea la de ese espíritu único y compartido que tenemos todos los españoles y que nos convertiría en seres cainitas, obcecados y maravillosamente primitivos (como les gustaba describirnos a los viajeros románticos del S. XIX que veían en nuestro país como el lugar al que escapar de sus propios fantasmas personales). No vamos a negar que hemos sido esas tres cosas, pero también hubo muchísimos españoles, que fueron justamente lo contrario y que no han tenido la repercusión pública de la que sí ha disfrutado este primer mito.
Luz de Trento y martillo de herejes, escribía Menéndez Pidal sobre nuestro país. Ser español es ser profundamente católico. Lo católico es el verdadero nudo que une a todos los españoles. Así pensaron muchos. Pero contra ese pensamiento lucharon otros tantos. Los heterodoxos, aquellos de los que tanto habló también el intelectual gallego. Sin olvidar a judíos, árabes, mudéjares y mozárabes que poblaron nuestra tierra con sus costumbres, su cultura y su paisanaje. Tendemos a olvidar que también ellos fueron españoles y, a veces, se tiene la sensación de que algunos los tratan simplemente como invasores circunstanciales, ocupantes ilegítimos de unas tierras que pertenecerían por mandato divino, según su discurso, a los descendientes de Pelayo.
Quizás sea ésa una de las razones por las que España cuenta con una Historia del exilio tan desgraciadamente extensa. Desde Sefarad a los campos de concentración franceses que acogían a los derrotados de la Guerra Civil pasando por los afrancesados que tuvieron que marchar tras la Guerra de la Independencia, a muchos españoles la única patria que les quedó un buen día fue la nostalgia y el lenguaje. Los antiespañoles, en la jerga de los que se quedaron, constituyen una de las principales reflexiones que deberíamos hacer sobre la Historia de España. Fernando García de Cortázar tiene una especial sensibilidad con ellos por la sangría cultural, económica y personal que supusieron todos esos éxodos forzosos. Ya que con ellos se marchaba también la posibilidad de otra España, una tercera vía del ser español que derrumba otro mito marcado a sangre y fuego en el imaginario colectivo: el de las dos Españas, alguna de las cuales habría de helarnos el corazón.
Dos Españas que también tendrían su espejo en la supuesta dualidad Castilla -Cataluña desbordada de leyendas y verdades a medias que señalarían a la meseta como último refugio del ser español más retrógrado y reservaría a su "contraria" el papel cosmopolita y pujante que todavía hoy parece tener gran calado entre algunos. La escala de grises, en este caso, es alargada.
Por último, queda el pueblo. La intrahistoria de nuestro país. Aquellos que más sufrieron los caprichos de reyes y gobernantes ineptos a los que, en algunos casos, ayudaron a alzarse con el poder. ¿Qué fue la Guerra de la Independencia si no una reacción católica y absolutista frente al invasor ilustrado francés? La Constitución de Cádiz, nos dice García de Cortázar, fue el maravilloso sueño de unos españoles lejanos quizás al sentir del pueblo, el mismo que ayudó a Fernando VII a volver al trono para seguir reinando a sus anchas. De ahí que esos ilustrados pusieran gran empeño en, a través de la opinión pública, es decir, los incipientes periódicos, construir el carácter noble y libertario de unas gentes en realidad analfabetas y temerosas al cambio de los tiempos. Un mito, el del pueblo ansioso de libertad, que se extendió a lo largo del S. XIX y llegó hasta la II República, esa puesta al día de la política española respecto a Europa traicionada por militares que le juraron lealtad y mal entendida por muchos, tanto de izquierdas como de derechas. Para muchos, un camino que sólo podía conducir a una guerra fraticida. Otro falso mito, pues el historiador bilbaíno considera que el conflicto bélico no tenía por qué haber sucedido y que fue esa traición militar la que lo hizo explotar definitivamente.
El camino de la dictadura de Franco fue largo y rico en silencios, represiones y ejecuciones sumarias. El régimen consiguió maquillar su carácter totalitario con cierta pujanza económica en los años 60 consecuencia directa del turismo y la emigración de compatriotas a países del entorno europeo. También le ayudó la situación política internacional por su furibundo discurso anticomunista, cuando, en realidad, durante la II República, el comunismo no era la ideología de izquierdas más popular frente a anarquistas, republicanos y socialistas. Pero el camino, en definitiva, fue demasiado largo. El dictador murió en su cama, así que ese pueblo ansioso de libertad poco coincide con el pueblo resignado a su suerte política y satisfecho con su piso y su seiscientos ("El Verdugo", de Berlanga, es un buen ejemplo). Una situación que muchos, en nuestra democracia, han querido revertir, manipulando su propia biografía y convirtiéndose, de la noche a la mañana, en ciudadanos reprimidos por los grises, militantes clandestinos o presos políticos.
Hay muchos otros mitos que acompañan nuestro paso por la Historia. Los más jóvenes los hemos bebido con la misma desgana con la que se toma esa última copa que retrasa nuestro anhelado descanso. Ya es hora de que, a la luz de una memoria justa y libre de prejuicios ideológicos, se nos sirvan otros cócteles en los que no esté presente el alcohol de los intereses personales. Esa lucidez puede ayudarnos a recordar dignamente el pasado de nuestro país para construir su futuro, que no tiene por qué ser negro ni tampoco tiene por qué estar teñido de enfrentamientos entre hermanos. Me quedo con una frase de Azaña, Presidente de la II República, pronunciada en el Ayuntamiento de Valencia en 1937 y citada en el libro de García de Cortázar: "No será un triunfo personal [la supuesta victoria de los republicanos], porque cuando se tiene el dolor de español que yo tengo en el alma, no se triunfa contra compatriotas". A día de hoy, la suscribo plenamente.
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