junio 02, 2008

La hora de Quevedo



"Soy un es y un será y un fui cansado". Ese resumen vital lo escribió Francisco Gómez de Quevedo y Villegas quizás agotado de estocadas literarias, cortesanas y personales. Si el poeta hubiese tenido tres cuerpos para sufrir cada una de esas heridas, es posible que hubiese muerto de otra manera. Pero sólo tuvo uno, contrahecho, cojo, pequeñajo y por cuyo interior fluía una sangre salvaje, febril, dispuesta a correr a borbotones tanto por sus venas como por las calles del viejo Madrid.

El periodista Baltasar Magro (Toledo, 1949) imagina a un Quevedo agónico, errabundo, lamiéndose obsesivamente las cicatrices que dibujaron su historia. "La hora de Quevedo" es una larga confesión en formato epistolar cuyo destinatario, el sobrino del poeta Pedro Alderete, recibe los últimos lamentos de un hombre al que sólo la muerte puede derrotar. Pero se trata de una derrota cruel, lenta, en la que la imposibilidad de enmendar errores y actitudes corroe las entrañas del literato, ávido además del cariño sereno de una mujer, de ese amor que los románticos salvajes desprecian en su deseo de fuego que sólo consume y no calienta.

Si creemos en el poder del destino, la infancia del autor de "El Buscón" fue la que marcó a hierro candente su futuro contumaz, rebelde y voluble. Rodeado de mujeres que trabajaban en la corte de Felipe II, los oídos de Quevedo se acostumbraron a la maledicencia y al cotilleo sobre los asuntos del Rey desde la más tierna edad. Esa esfera de poder que prometía lucha y traiciones, pero también prestigio y dinero, se le antoja al joven poeta como inalcanzable, sumido quizás en la desesperación de reconocerse como una tara genética a la que todos repelen.

Sin embargo, a Quevedo vino a salvarle la espada antes que la pluma. Las clases de esgrima a las que se somete le convierten en un espadachín peligroso frente a cualquier rival mucho mejor preparado físicamente que él. ¿Pudo nacer en aquellos momentos de sudor y estocadas el perfil belicoso del gran poeta? No sería de extrañar si consideramos, además, la atmósfera violenta que se vivía en aquel tiempo en los que los Tercios de Flandes contaban las hazañas y las miserias por decenas en honor de España y del catolicismo. Por otro lado, si un tullido como él comprueba que sus defectos no le impiden defenderse ante la vida salvaje que le espera, el espíritu del mismo suponemos que debe inflamarse en esperanzas, anhelos e ínfulas si es dado a fantasear.

Despúes de descubrir la fuerza de su espada, vendrá la pluma. Casi de casualidad y de mano de los jesuitas, a los que Quevedo, según Magro, reconoce todo lo que de virtud y sabiduría hay en él. En esos días de latines y oratorias, Quevedo encuentra a sus primeros maestros de las letras y de la vida. Los grandes clásicos y los escritores más populares animan al joven a intentar sus primeros versos, lo que deja advertir dos de sus mayores genialidades: la unión en sus composiciones de lo refinado y lo crudo, de la ironía y del ataque frontal. Al placer estético de reconocer un don, que tuvo que calar hondo en su espíritu, se le sumó el de encontrar en él un camino hacia los salones en los que el protagonista quería medrar. Quevedo supo bien pronto que la cultura y la poesía serían lo que los grandes personajes que le rechazaban envidiarían y necesitarían de él en un momento u otro. Él podía hacer que un gañán pasase por un príncipe, que un fracaso fuese una victoria heroica. Sólo tenía que dejar volar su ingenio y escribir lo que no fue para que él fuese lo que quería ser.

Sin embargo, no fue fácil ni exitosa la empresa salvo contadas excepciones. Los validos de Felipe III y Felipe IV, el Duque de Lerma y el Conde Duque de Olivares, usaron a Quevedo sin mucha consideración. Lo maltrataron, lo persiguieron, lo acogieron en su seno o lo ignoraron según vinieran dadas. Así, el que quiso ser titiritero se convirtió en títere que sólo tenía vida propia cuando, en las tabernuchas y cenáculos populares, hacía correr sus versos deslenguados, sus crónicas hirientes, sus fantásticas metáforas en las que cargaba mala uva, mala fe y mala sangre para decir su verdad sobre lo que acontecía.

El mayor éxito político de Quevedo fue una amistad. La que mantuvo con el III Duque de Osuna, calavera y ambicioso como él y, posiblemente, nos dice Magro, mucho más belicoso e institivo que el poeta. Con él, Quevedo saborea las mieles del poder tras embarcarse ambos hacia Nápoles con la orden secreta de recuperar el dominio español sobre el Mediterráneo con los medios que fuesen necesarios. Sin embargo, aunque el objetivo se cumple y los dos amigos esperan los parabienes de la corte madrileña, aquellos que dominaban la voluntad del Rey transformaron el éxito en traición y durante mucho tiempo se dijo que Quevedo y el Duque de Osuna plantearon dar un golpe de Estado en Venecia para extender su brazo de hierro por toda Italia.

Mal parado salió de esas el Duque y bien aprovechó su inteligencia práctica el poeta. El primero, preso. El segundo, mediante una sutil y paciente maniobra, herramienta del nuevo líder en la corte, el Conde Duque de Olivares. ¿Abandonó entonces Quevedo a su hermano de fatigas y calaveradas? Baltasar Magro, médium del genio literario, escribe e imagina que sí y que en sus últimos días bien se arrepentió de ello como bien se arrepintió, dice el periodista, de vivir una vida que pudo haber sido de otra manera.

Afortunadamente, nadie puede volver al pasado a cambiar sus decisiones y sus actos. Nos hubiésemos perdido, sin duda, un personaje en el que parecen estar concentradas todas las virtudes y todos los defectos de esos siglos cruciales para España en los que comenzó su declive. Fue el mejor comunicador para el pueblo iletrado que gozaba con sus sátiras, pero también un poeta delicado y profundo que removía mentes privilegiadas como la de Cervantes o la de Lope de Vega. Fue traicionado y traicionó. Fue vilipendiado y vilipendió, bien lo supo Góngora. Fue envidiado y envidió. Acarició la grandeza y se revolcó en la miseria. Vivió plenamente, como sólo saben hacerlo los grandes hombres, generalmente contradictorios, pasionales, brillantes y conscientes de lo absurdo de las cosas cotidianas y también de las más elevadas.