El alambre es la metáfora industrial del junco. Maleable y flexible, condiciones indispensables para no quebrarse ante el huracán de la vida. Así, lo que fue horquilla se convierte en mujer gitana; lo que muelle, nadadora. Sólo hay que andar por las calles como si se estuviese en las nubes, inocente y dispuesto a ser abrasado por el fogonazo de la imaginación, para que cosas así sucedan.
Fernando Beltrán (Lloviedo, 1956), desde siempre, ha caminado de esa manera por las ciudades que ha habitado. "Mis hijas me dicen que estoy en las nubes, pero las nubes llueven sobre las aceras y mi primer juguete fue un charco". Un día dijo algo así de bonito y posiblemente ese mismo día también se llevó a casa un trozo de basura que él había reencarnado en una mujer y en una historia. 800 veces lo hizo. Es todo un experto.
Mujeres implacables, psicólogas, sexuales, odiosas, virtuales, ancianas, maltratadas, han compartido lecho literario con él. A todas les puso nombre y biografía partiendo de ese trozo de basura, de ese alambre que ya no volverá a ser un simple alambre, sino la mujer a la que ahora representa. ¡Qué suerte tener las palabras para que el hombre se sienta un poco Dios e insufle vida a una costilla aunque ésta sea de metal, esté oxidada y a punto de quebrarse!
Sin embargo, no es cosa sencilla eso de dar nombre y existencia a lo que está muerto. Hay que arriesgarse y resignarse a crear monstruos, porque estos nacen, tal que los ángeles, del mismo líquido seminal recogido en nuestro subconsciente. Allí conviven aparentemente en paz hasta que llega uno y escoge al azar, como los melones, sin saber qué tendrán en su interior, si será dulce o amargo, crudo o demasiado maduro, jugoso o seco. A todos ellos, a ángeles y monstruos, hay que quererlos como imagino que se quiere a un hijo que te odia por ser su padre.
Quizás eso sea lo más cercano a la generosidad natural, a la que surge del conocimiento y aceptación de uno mismo y del desapego por la materia real porque se habita en otro lugar donde lo que pasa, pasa naturalemente porque sí. Fernando Beltrán es generoso por ambas cosas. Por llorar cuando habla de una biblioteca en su tierra, en Asturias, creada a partir de 1.600 libros de los que se desprendió sin trauma. Por encontrarse con mujeres de todo pelaje y no rechazar ni menospreciar a ninguna. Por dar nombre a objetos muertos y hacer que, lo que no existía, resucite y tenga otra oportunidad.
1 comentario:
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Vamos, que nos ha gustado mucho y hemos querido acercarnos a tí.
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